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¿Ganar más dinero siempre te hace más feliz? No, ni siquiera en sociedades capitalistas

El gobierno alemán estudia limitar las operaciones con dinero en efectivo

Economistas Sin Fronteras

Jorge Guardiola —

¿El dinero trae la felicidad? Es una pregunta para la que existen varias versiones de respuesta. Algunas dan un rotundo sí o un rotundo no. Otras, quizás las más numerosas, consideran que no trae la felicidad pero ayuda a traerla, y que en la vida hay otras cosas más que valen la pena para ser feliz. La respuesta de la ideología neoliberal, inherente a los sistemas capitalistas, es rotunda, aunque sutil. No se dice con todas las letras que el dinero sí trae la felicidad, pero esta idea se ratifica y difunde en los principales manuales de economía, en los indicadores sociales más utilizados –como por ejemplo el Producto Interior Bruto–, las opciones de estudio universitario con “salidas y buen salario” y “que merece la pena elegir”, así como el prestigio, la admiración y la inteligencia que algunos estratos de la sociedad otorgan –en ocasiones de forma preocupantemente injustificada– a las personas que por una razón u otra tienen mucho dinero.

La cuestión, aunque parezca excesivamente filosófica o incluso baladí, es un tema de suma importancia. Si la felicidad la compra el dinero, entonces vamos por el buen camino. Si la felicidad no la compra el dinero, entonces estamos equivocados en las instituciones que tenemos en nuestro sistema social y económico. Una de las posibles formas de tratar este tema es recurrir a la ciencia y al método científico empírico. Lo que la ciencia nos aporta a esta cuestión es que el dinero no compra la felicidad. Ayuda hasta cierto punto, para evitar caer en la miseria, pero llega un momento en el que más dinero no aporta en la felicidad personal.

El economista Richard Easterlin en 1973 despegó la idea de que la felicidad no está en venta y dio el pistoletazo de salida al análisis de la Economía de la Felicidad. Sus investigaciones contrastan que en países ricos como Estados Unidos, Reino Unido y Japón, el ingreso por persona ha aumentado en los últimos años, y sin embargo la felicidad global de la población –medida por la pregunta directa de cómo de satisfecho está una persona en su vida– ha descendido. ¿Por qué los mayores niveles de riqueza no han creado mayor felicidad global? Las respuestas las encontramos en nuestra cultura y la forma de relacionarnos con las demás personas y nuestro entorno.

Algunas de estas respuestas son la obsolescencia planificada –diseñar productos para que se rompan y la gente tenga que comprar más–; la publicidad, que generan un constante deseo de adquirir productos y servicios, así como la insatisfacción de no poseer determinados objetos; trabajos extenuantes y la obligación de encontrar un trabajo para dar sentido a una vida que no deja tiempo para el ocio, la familia y los cuidados; la pérdida de contacto con el medio ambiente, debido a la creciente urbanización que, entre otras cosas, ha impedido que los niños puedan jugar libres en la calle; y la ansiedad generada por la comparación, incitada por los medios publicitarios, relativa a que el vecino o el cuñado (con “o” de patriarcado) gane más dinero que yo.

Otra serie de investigaciones van por esta dirección. El psicólogo Tim Kasser ha determinado a través de una serie de estudios empíricos que las personas materialistas son más infelices que las que tienen motivación intrínseca. El materialismo es un rasgo extremo de la motivación extrínseca, que consiste en hacer las cosas por una recompensa externa como dinero o estatus, mientras que la motivación intrínseca se refiere a hacer las cosas por el disfrute de hacerlas.

El psicólogo y Premio Nóbel de Economía Daniel Kahneman también ha determinado que ganar dinero como objetivo vital tiene un alto coste para la felicidad o, en otras palabras, que el American Dream no resulta rentable en términos de felicidad. Las investigaciones de la psicóloga Elizabeth Dunn y su equipo determinan que la influencia del dinero en la felicidad no depende de ganar mucho, sino de cómo lo usas, pues compartir el dinero con los demás a través de regalos o donaciones aumenta el bienestar.

Por supuesto, en sociedades capitalistas el dinero es necesario para satisfacer importantes necesidades como la subsistencia, por lo que por lo general las personas que no logran satisfacerlas son más infelices. Sin embargo, cuando se analiza la influencia de distintos factores socioeconómicos en la felicidad, el dinero no suele tener un protagonismo especial. Uno de los aspectos más importantes es el tipo de relaciones afectivas con familiares y amigos, que si son de calidad aumenta mucho la felicidad.

Un ejemplo que ilustra muy bien esta relación empírica son los países latinoamericanos, cuya riqueza material no es excesivamente elevada, pero las relaciones afectivas suelen arrojar índices muy elevados, al igual que sus niveles de felicidad. De hecho, la economista Carol Graham habla de la paradoja de los campesionos felices, ya que algunas personas que tienen privaciones materiales se declaran sin embargo como personas felices. Una de las explicaciones plausibles es que disfrutan de mejores relaciones afectivas y sanas con las personas y con la naturaleza, a pesar de no tener muchas posesiones materiales. Precisamente gracias a estas buenas relaciones las personas pueden prestarse apoyo mutuo, que les permita aliviar el efecto de la deprivación material a base de compartir los bienes y la fuerza de trabajo en el campo.

Desde luego, en sociedades capitalistas, si los políticos quieren aumentar la felicidad de las personas, deberían de crear normativas que permitan a los ciudadanos invertir en este tipo de relaciones en lugar de invertir en trabajar más o comprar un coche o una casa mejor. Articular políticas para la felicidad puede sonar distópico, al estilo de novelas como un mundo feliz. Que el Gobierno controle la felicidad de las personas es algo dantesco, pero que plantee políticas para que las personas, con autonomía, puedan lograr ser felices resulta razonable.

En este sentido, el caso de Bután destaca como un país que mide la felicidad de sus ciudadanos –en vez del Producto Interior Bruto manejan la Felicidad Interna Bruta– y se preocupa por incrementarla. De hecho, en sociedades capitalistas la investigación en felicidad está permitiendo recuperar una idea perdida de lo que es bueno para la vida, enriqueciendo el conocimiento, rompiendo los dogmas sobre la relación entre lo material y lo afectivo y trascendiendo las barreras de la Universidad.

Algunas instituciones comienzan a visibilizar lo que realmente importa en la vida de las personas, como las Naciones Unidas, que publica el World Happiness Report, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, que calcula el Better Life Index, o los institutos nacionales de estadística de muchos países, entre los que no se encuentra España, que comienzan a preguntar a sus ciudadanos sobre las percepciones sobre su vida, como sus emociones y su satisfacción.

Los nuevos resultados de la felicidad poco a poco romperán los paradigmas que hemos creado en torno a la verdad de la felicidad humana, contaminado por los valores capitalistas de egoísmo, individualismo, la destrucción de la naturaleza y la competitividad darwinista. Otros valores e ideas se reconocerán como más válidos, de tal forma que nos permitan a todas las personas ser libres para poder perseguir una vida feliz que merezca la pena. Alcanzar la felicidad de todos los seres humanos parece una meta utópica, e incluso radical. Pero analizando la situación con sentido común, tan utópica –o en este caso distópica– y radical parece la meta de crecer de forma infinita en un planeta con límites finitos, a través de la explotación de distintos colectivos de personas, de la naturaleza y de los animales. Esta distopía merece ser trascendida cuanto antes.

Sobre esta trascendencia, la filosofía budista, basada en la búsqueda de la felicidad de todos los seres humanos, así como el cultivo de virtudes como la empatía, la compasión, el perdón, la paz, la tolerancia y el respeto a las personas y el medio ambiente, abre un camino alternativo para alcanzar una vida buena. De hecho, investigaciones científicas han demostrado que, a través de la práctica de la meditación, aumenta la felicidad, la generosidad, la resiliencia –la capacidad de recuperarse de emociones negativas– y disminuye el estrés. Este es un cambio que puede hacer una persona por sí misma. Además de la filosofía budista, existen muchos otros medios y modos de vida que se plantean como alternativas a vidas felices en sociedades capitalistas, como las ecoaldeas, la economía social y solidaria, o asociaciones y grupos que permitan fomentar intercambios saludables con otras personas mientras persiguen un fin social. Realmente, si nos paramos a pensarlo, el cambio reside en cada persona.

Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión del autor.

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