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La guerra de Ucrania ya tiene ganadores: las petroleras y la industria militar

Soldados ucranianos disparan un cañón antiaéreo a una posición cerca de Bajmut, en la región de Donetsk el pasado 4 de febrero.
28 de febrero de 2023 23:00 h

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Los muchos balances publicados estos días sobre el primer aniversario de la guerra de Ucrania no acaban de coincidir del todo, salvo en un punto: parece que este desastre va para largo.

Es una pésima noticia obviamente para los millones de personas atrapadas en la guerra, pero también para el conjunto de la humanidad, que parece haber aprendido poco o nada de los estragos que causan las guerras. Pero no todo el mundo tiene motivos para estar apesadumbrado: esta tragedia -y la falta de horizonte de resolución- es en cambio una noticia fabulosa para unos pocos que se han ganado el cielo gracias al infierno de los demás.

Sea cual sea el desenlace final, la guerra tiene ya ganadores indiscutibles y sin haber sufrido ninguna víctima mortal: las petroleras y los fabricantes de armamento, que en 2022 pulverizaron todos los récords de beneficios.

El éxtasis de sus propietarios no se limita solo a la lluvia de dinero. Hay algo más importante aún: cuanto más dure la guerra, más refuerzan las posibilidades de establecer un marco para las próximas generaciones que les permita mantener sus lucrativos negocios, que parecían estar en franco retroceso como consecuencia de la emergencia climática y los nuevos paradigmas empresariales del propósito.

Los conspiranoicos deberían pararse un momento antes de seguir: no, esta guerra no la iniciaron las petroleras ni los fabricantes de armamento, sino el presidente ruso, Vladímir Putin, con su absurda invasión de Ucrania. Pero como suelen hacer siempre las elites más avezadas del capitalismo global, cuando estallan las crisis, y mientras el mundo se concentra en cómo tratar de resolverlas, ellas ponen el foco en convertirlas en “oportunidades”. ¡Y vaya si había “oportunidades”!

Las petroleras han sacado tajada como nunca. Ante el boicot al crudo y al gas ruso, las cinco grandes petroleras occidentales -conocidas como Big Oil- se han encaramado a unas cifras de beneficios que el propio presidente de EEUU, Joe Biden, ha tachado de “indignantes”: entre todas amasaron, sólo en 2022, nada menos que 196.300 millones de dólares de beneficios, lideradas por Exxon Mobil, símbolo del poder corporativo estadounidense en el mundo, que alcanzó 56.000 millones de dólares de beneficios, una cifra que supera el PIB anual de 42 de los 52 países que integran la Unión Africana (UA).

Los otros miembros del selecto club del Big Oil también pulverizaron sus récords históricos: la anglo-holandesa Shell se encaramó hasta los 40.000 millones de dólares -un 40% más que su récord anterior, de 2008-, la francesa Total Energies, 36.200 millones -¡el doble que en 2021!-, la estadounidense Chevron alcanzó los 35.500 millones -¡el triple que el año anterior!- y la británica BP llegó hasta 27.700 millones. En los despachos periféricos de occidente también se descorchó champán: en España, Repsol batió su propia marca de beneficios con 4.251 millones de euros, un aumento del 70%.

La expulsión de los actores rusos del mercado occidental ha sido un auténtico maná para las corporaciones y sobre todo para las estadounidenses, como ha subrayado The Wall Street Journal: las exportaciones de crudo de EEUU a Europa han crecido casi el 40% el último año, con España entre los países que más ha aumentado sus pedidos: casi un 90% más.

El gran diario del poder económico de EEUU explica con toda crudeza, sin necesidad de recurrir a eufemismos, que esta situación supone además una extraordinaria noticia geopolítica para la gran potencia mundial, más allá del dinero: “Un año de guerra en Ucrania está revitalizado las exportaciones de petróleo estadounidense como fuente de influencia financiera y poder geopolítico”. Y remacha un experto citado por el rotativo: “América ha vuelto a la posición más predominante que ha tenido en el mundo de la energía desde la década de 1950”.

Algo muy parecido ha sucedido con el negocio de las armas: el momento es excepcional para las compañías occidentales -con epicentro en EEUU-, con la conquista de nuevos mercados, tanto los que antes solían mirar hacia Moscú, cuya ineficiencia tecnológica ha quedado al descubierto, como los que gastaban muy poco en armas pero que ahora asumen el nuevo marco hegemónico, según el cual es imperativo incrementar sensiblemente el gasto militar. 

Analistas del Financial Times subrayan que 2022 ha sido “el mejor ejercicio en los últimos 40 años” para la industria militar. Y sobre todo desde el pasado otoño, cuando las acciones de las corporaciones se han situado en las nubes “como reflejo de una convicción creciente entre los inversores de que es improbable que el conflicto vaya a finalizar pronto”, según el diario de referencia del capitalismo global, con sede en Londres.   

Las acciones de las grandes empresas de armamento se han disparado desde octubre: el índice MSCI del sector -su referencia global- ha subido el 30% desde entonces, un porcentaje parecido al aumento en el mismo periodo del índice europeo Stoxx de defensa y aeroespacial. Los nuevos pedidos no paran de crecer y las grandes corporaciones de la industria militar no dan abasto para satisfacer un “mercado” tan prometedor.

Para que este excepcional momento de la industria petrolera y militar se prolongue en el tiempo, la guerra debe continuar. No solo para arramblar el máximo posible ahora, sino para consolidar el relato de que ambas industrias, que estaban en claro retroceso ante la irrupción de la inversión sostenible y los criterios llamados ESG (medioambientales, sociales y de gobernanza, en sus siglas en inglés), son imprescindibles para preservar la civilización ante el peligro de un “nuevo Hitler”.

Ante el espantajo de Hitler, todo pasa a ser secundario, incluida la emergencia climática y los criterios de inversión ESG, incompatibles con la producción de armas y el petróleo.

La influencia de esta industria en la fijación de la política estadounidense está muy acreditada en las últimas décadas y no por teorías conspiranoicas o sesudos análisis académicos: fue el propio Dwight Eisenhower, general y héroe de la II Guerra Mundial, quien advirtió públicamente, al final de su mandato presidencial, en 1961, del peligro de que las instituciones democráticas estadounidenses sucumbieran al enorme poder de lo que llamó “complejo militar-industrial”.

Ahora los intereses de estos poderosos sectores económicos, entusiasmados ante la perspectiva de una guerra larga e incrustados en las entrañas del poder político estadounidense, coinciden con el discurso del presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, que repite que no va a negociar hasta la salida del último soldado ruso de la península de Crimea, un objetivo que hasta los más entregados a su causa consideran quimérico. 

Sin embargo, las prioridades de la comunidad internacional deberían ser otras: cómo conseguir la paz cuanto antes a la vez que se garantiza la independencia y la seguridad de Ucrania, aplacar la voracidad del “complejo militar-industrial” y obligar a las petroleras a comprometerse con la transición energética.

No es Hitler, pero ahí nos la jugamos de verdad.

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