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Estamos en guerra

Vladimir Putin

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Esta vez, los norteamericanos no han querido engañarnos. Iba a haber guerra. Sus servicios secretos sabían lo que iba a pasar y Joe Biden decía la verdad en medio de la incredulidad muy generalizada en Europa. Ahora que estábamos empezando a salir de la pandemia, se ha abierto un abismo en el que va a caer, para empezar, la recuperación económica y puede que unas cuantas cosas más si el conflicto se prolonga.

Putin, con su rostro de sátrapa maléfico, nos ha mentido un día tras otro. Se preparaba para la guerra -hasta el momento, el ataque de sus tropas es de una eficacia y rapidez sorprendente- y, con la desfachatez característica de tantos dictadores, decía lo contrario, sembrando las dudas y las contradicciones entre los países occidentales. Que solo cuando los hechos ya se habían precipitado han mostrado una unidad que de existir hace unas semanas tal vez había podido producir efectos disuasorios y que tampoco se sabe cuánto va a durar si las consecuencias económicas de la guerra se van agravando.

El presidente ruso no va a dudar en perseguir hasta el final su objetivo -que parece ser el de hacerse con el control de toda Ucrania-, mientras los países de la OTAN mantengan su negativa a intervenir militarmente. Esa, y el apoyo de China -que sigue negándose a reconocer que se ha producido una invasión- son sus dos grandes bazas en el conflicto. Debe de haberse preparado a fondo para hacer frente a las consecuencias que para su país van a tener las duras sanciones que se disponen a adoptar la UE y los Estados Unidos. Debe de creer que tienen suficientemente controlados a los rusos como para descartar que las penurias que éstas van a provocar deriven en un cuestionamiento de su poder. Y sabe que también Occidente, y particularmente Europa, va a sufrir mucho. 

Esas, y alguna otra más, son las ventajas que suele tener quien golpea primero. Y más si no tiene escrúpulo ni limitación alguna en llevar adelante sus planes. La amenaza final del discurso con el que ha anunciado el comienzo de su ofensiva – “cualquier interferencia tendrá consecuencias como nunca se han visto”- ha debido conmocionar a más de un dirigente occidental. Porque esas palabras también pueden interpretarse como una advertencia de que podría utilizar el armamento nuclear del que Rusia dispone abundantemente.

En estas condiciones no tiene mucho sentido hacer predicciones. Ni a corto, ni a medio, ni a largo plazo. Vladímir Putin tiene la mano y sólo él puede dar sorpresas en cualquiera de los sentidos posibles. Incluida la de parar la agresión.

Lo que sí se puede hacer es valorar lo ocurrido en las últimas horas como un giro sustancial del panorama geopolítico mundial. La estabilidad relativa de la que el planeta ha venido disfrutando desde el final de la segunda guerra mundial -con alteraciones puntuales que no la habían dañado sustancialmente- se ha acabado. Seguramente para siempre.

El fin de la hegemonía norteamericana en el mundo, que los especialistas venían confirmando desde hacía ya más de una década y media es uno de los motivos de este cambio drástico. Otro es el afianzamiento de China como gran potencia con vocación de influencia global. Y el tercero -aunque la lista se podría ampliar- es que Rusia parece haber superado definitivamente el drama en que la sumió el hundimiento del sistema soviético y vuelve a creer que tiene un papel protagonista en el mundo.

Vladimir Putin encarna ese resurgimiento. Porque lo ha hecho posible su ideología nacionalista, su falta de escrúpulos muy en línea con la tradición zarista y estalinista y su indudable capacidad de gestión de la política y de la economía rusas. Ucrania era una de las asignaturas pendientes en ese intento de recuperación de las glorias pasadas. Y si algo muy poderoso no lo impide va a aprobarla en los próximos días o semanas.

Occidente ha asistido como un espectador inane al desarrollo de esa dinámica. Alguno de sus componentes, por ejemplo Francia, ha llegado incluso a creerse su papel de mediador para evitar la invasión, cuando ésta ya estaba decidida hasta su mínimo detalle en el Kremlin. Sería interesante conocer qué piensa Putin de Emmanuel Macron y esperar un par de meses para comprobar si ese fiasco tiene consecuencias en las elecciones presidenciales francesas.

Aquí, en España, la política nacional ha quedado desplazada a un muy segundo plano. Que Pablo Casado haya evitado que los barones de su partido le echen del cargo y que aguante hasta que se celebre el congreso parece importar a muy pocos, cuando 24 horas antes ese asunto parecía estar en el centro del universo.

Lo que ahora interesa en nuestro país, y en unos cuantos otros, es el daño que la guerra de Putin va a hacer a nuestra economía. Los pronósticos de los expertos no son precisamente halagüeños. Se van a encarecer, y puede que hasta mucho, los productos energéticos y buena parte de los alimenticios, entre otros, va a crecer la inflación cuando se creía que ya empezaba a estar controlada, no pocos productos de exportación van a tener dificultades, también el turismo,  y, lo que es peor, puede perfectamente ocurrir que el Banco Central Europeo no tenga más remedio que subir los tipos de interés, propinando un golpe muy serio a la actividad económica.

La recuperación, en la que se basan tantos proyectos, entre ellos el electoral de Pedro Sánchez, puede sufrir un duro revés. Y esperemos que la guerra de Ucrania no haga dudar a alguno de los gigantes de la UE sobre la conveniencia de repensar el plan de la distribución de fondos.

Esa es la parte de la guerra que nos va a tocar vivir. Mejor no pensar en otro escenario bastante más grave. El de que, de aquí a algunas semanas, alguno de los grandes de Occidente crea que Putin se ha pasado demasiado de la raya y que ha llegado el momento de pararle los pies con alguna forma de intervención militar.

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