Han matado la intimidad, han roto la infancia
El cuerpo, con su valor de exposición, equivale a una mercancía
Hay palabras que dan miedo, porque no se las comprende o, incluso, porque los conceptos que representan han muerto. ¡Pobres palabras despojadas y pobres de nosotros ante la orfandad en que nos dejan! Es lo que sucede con los conceptos de pudor e intimidad, asesinados y revolcados por pléyades desconocedoras de las consecuencias que tal vil crimen acarrea. Ni el pudor ni la intimidad tienen un significado religioso ni, por ende, exclusivamente cristiano. La intimidad conforma la humanidad. Somos uno porque nos diferenciamos del otro, estamos separados de él. La distancia originaria, lo llamaba Buber, la que nos impide identificar al otro como un ello, como un objeto.
Chicas desnudadas que no lo han sido, puesto que los cuerpos expuestos no son los suyos sino simulaciones virtuales encargadas a la IA. No importa. Las chicas sufren porque la apariencia de su intimidad expuesta ha dañado a su pudor como lo hubiera hecho el desnudo real. Lo que daña es la exposición, aunque sea simulada, a los ojos públicos. “Se ha roto la 'distancia originaria' que trae el decoro trascendental, que libera al otro en su alteridad”, afirma Han. El filósofo de moda en Alemania se atreve a escribir: “hoy se pierden la decencia, los buenos modales y también el distanciamiento, a saber, la capacidad de experimentar al otro de cara a su alteridad”.
El debate que se ha mantenido sobre este suceso masivo, que ha afectado a un buen número de personas y familias, se ha llevado casi exclusivamente al campo del derecho penal, como tristemente es habitual, como si ya no quedara fuerza intelectual ni moral para bucear más allá del castigo posible ni para preguntarnos por qué un grupo de jóvenes ha llevado a cabo este acto sin reflexión ni probablemente conciencia del alcance real de su juego.
Si analizamos la cuestión, probablemente su gravedad resida no sólo en lo actuado sino en la certeza de la falta de comprensión del alcance para el otro de lo que hacían. Sólo es la muestra que hemos visto, puesto que la aplicación de IA está en abierto para ser entrenada y desconocemos cuánta gente está 'jugando' con ella e incluso si las fotos que están utilizando han sido cogidas de nuestras propias redes. ¿Qué va a pasar cuando la IA, por sí sola, este suficientemente entrenada para “desnudar” imágenes capturadas de la red? ¿Quién y cómo puede determinarla para que haga tal cosa, con quiénes y con qué objeto? Y, sobre todo, ¿quién va a ser responsable de los daños para las personas que se deriven de ello? El derecho siempre va tras la vida. No fiemos al derecho penal la supervivencia de la intimidad como reducto imprescindible del yo humano ni del pudor como protector de la inocencia de una infancia que está siendo destruida.
Tomemos el otro caso, el de la pequeña de seis años que ha sufrido sevicias inenarrables, en sus genitales y otras zonas de su cuerpo, por parte de compañeros varones de la misma edad. He visto a gentes escandalizadas por el hecho de que son legalmente inimputables. Así debe ser. Si no somos capaces de recuperar a un niño de seis años ¿a quién podremos salvar? Puede incluso que ellos mismos sean víctimas. Está fácticamente demostrado que muchos de los actos de violencia de contenido sexual llevados a cabo por niños tan pequeños están relacionados con el sentido de imitación, bien porque hayan sido abusados ellos mismos, bien porque los adultos con los que conviven los hayan expuesto a contenidos o vivencias inapropiadas para ellos.
¿Qué estamos haciendo con los niños? ¿A qué exponemos a las niñas? El castigo no va a acabar con el problema, porque el problema es el de una sociedad en la que el cuerpo es un objeto de consumo y la sexualidad ha desaparecido para dejar paso al sexo como rendimiento económico. Probablemente estos adolescentes y niños han estado expuestos a estímulos impensables hace unos años. A eso apunta toda la experiencia forense. En otro caso reciente, los especialistas hallaron la causa en el hecho de que el padre del menor veía porno sin preocuparse de que su hijo anduviera cerca. El porno aniquila la sexualidad misma. “Lo obsceno del porno no consiste en un exceso de sexo sino en que allí no hay sexo en absoluto”. A eso están expuestos.
Así que más allá de cómo y cuánto hemos de castigar a quiénes llevan a cabo estas conductas abominables, que no digo que no haya de hacerse, lo relevante es plantearnos cómo devolver a nuestros niños su infancia, su inocencia, su pudor y su intimidad, su esencia humana, antes de que la tecnología, los entusiastas acríticos de la novedad sin límite y los tardíos esfuerzos de las autoridades terminen de destrozarlos. Si no encontramos la solución, en unas décadas tendremos una sociedad de juguetes rotos, de psiques profanadas, de seres muy poco humanos. Este es el reto. Pedir cárceles y penas y leyes puede aliviar a los menos reflexivos pero no arreglará un daño que es ya de un calado incalculable. ¿Cómo les educamos? ¿Cómo nos ocupamos de ellos? ¿Cómo les protegemos de una tecnología que amenaza la vida humana tal y como la hemos conocido hasta ahora? ¿Podemos ir hacia atrás, mantenerlos al margen hasta cierta edad alejándoles de la tecnología? ¿La sacamos del entorno educativo? ¿La prohibimos o la dejamos al libre arbitrio de los padres? No, no se sorprendan, hay una edad para conducir o para beber pero no la hay para los dispositivos conectados. Es un gran debate. Un debate casi universal. Un debate que no puede quedar en manos de la crónica de sucesos.
El daño mortal del fentanilo se ve, el del asesinato de la infancia se verá muy pronto si es que no lo estamos avistando ya.
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