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Índice de cinismo

El presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo (CGPJ), Carlos Lesmes.

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El que no piensa en sus deberes sino cuando se los recuerdan, no es digno de estimación

Plauto

Ha tenido que llegar una revista extranjera a restregarnos que nuestra democracia se está deteriorando. Es tan evidente que algunos escribidores tenemos llagas en los dedos de señalar los puntos en los que la decadencia no puede disimularse. En mi caso, como en el de muchos otros, nuestro objetivo es conseguir impedir que esta indisimulada cuesta abajo de la calidad institucional acabe en un colapso. Otros aprovechan para frotarse las manos porque piensan y desean y trabajan porque este desplome se produzca cuanto antes y poder así, según creen con ingenuidad maquiavélica, construir encima algo totalmente diferente que consideran mejor. 

Como soy de la vieja escuela, de la que cree en las democracias liberales como el sistema menos malo de gobierno de los pueblos, me duele que ninguna de las llamadas a fijar y dar esplendor a nuestra democracia, que hacemos una y otra vez desde muchos y muy diversos ámbitos, produzca un efecto real de restauración. Ahora es The Economist el que nos baja la nota democrática, de un 8'12 a un 7'99, lo suficiente para dejar de estar en la primera división de las democracias plenas y pasar a ese preocupante vagón de las democracias defectuosas en su último de Democracia. La cuestión que ha provocado este descenso de división es fundamentalmente la enorme anormalidad constitucional que supone que no se haya procedido a la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Es anormal también la normalización que en nuestra esfera política y social se ha hecho de tamaña disfunción. Tres años de retraso en la renovación y la voluntad del PP de estirarlo hasta que ellos lleguen al poder, si lo logran, dentro de dos. Si esto llega a producirse nos habremos saltado íntegro un mandato, habrá un CGPJ nonato, tragado en el triángulo de las Bermudas de la trapacería política. 

Apostilla The Economist que es debido a las “divisiones políticas” a la hora de renovar y, la verdad, más allá de cualquier relato, objetivamente, lo que sucede con el Consejo no tiene sino una lectura y apunta claramente en una dirección. Hasta que no se acepte la responsabilidad del Partido Popular de Casado en esta afrentosa intentona, le saldrá gratis continuar con esta ignominia. Lo digo también porque desde las asociaciones judiciales, todas, se reclama con insistencia lógica la renovación pero se obvia señalar directamente y se obvia atribuir la responsabilidad. Y es preciso. 

No es discutible que ese bajón de nuestra nota democrática es imputable al PP. Por tres veces ha roto acuerdos a los que había llegado con el Gobierno. Luego iré a la aceptación execrable de que tal sea el ámbito de negociación, pero vamos por partes. Más allá de lo mala o peor que sea la fórmula pacíficamente sostenida hasta ahora, es el Partido Popular el que la ha roto. Ha usado para ello diversas fórmulas, algunas retorcidas, que le eran estratégicamente perfectas, puesto que mientras tanto, su mayoría favorable, la que no quiere perder, seguía nombrando y copando con sus peones los grandes tribunales. Como respuesta llegó el cambio legislativo del Gobierno para impedir esos nombramientos. La culpa es del Partido Popular, sin paliativos, lo que no implica que no haya habido comportamientos reprochables por parte de otras instituciones y partidos. 

Tan enrarecido y manoseado y pornográfico ha sido el tema que la ciudadanía ha acabado por pensar que el CGPJ es un órgano cuya renovación depende de que se reúna un señor de confianza de Casado y otro del Gobierno, un ministro, y lleguen a una componenda sobre los miembros y hasta sobre la presidencia. Lo cierto es que no es así. Les conté en septiembre de 2020, en “El mandato incumplido de Batet y Llop”, que la Constitución y la ley residencian en las cámaras legislativas la renovación y que solo la pérdida de valor institucional del Parlamento y su sumisión absoluta a los partidos dominantes, y al Gobierno, explica que no haya llevado a término un proceso que le compete. Los candidatos figuran ya en el Congreso y en el Senado y son el Congreso y el Senado los que tienen que votarlos. Que sea “costumbre” que se pacten fuera esas mayorías de 3/5 necesarias, no retira la obligación legal de los presidentes de Congreso y Senado de poner en marcha el proceso. ¿Por qué no lo hacen? ¿Por qué no está asegurado lo que salga? ¿Por no quemar a los candidatos? Ahí es donde también hay pecado por parte del PSOE y del Gobierno entero. Lleven a los candidatos a votación y veamos qué sale y quién sale y si sale alguno. No he visto tampoco a Unidas Podemos empujar en esta dirección y sí asumir su derecho a tener cuota. Tal vez si los candidatos no fueran exclusivamente fruto del deseo político, sería posible que por chiripa algunos consiguieran 3/5 de los votos. Solo un Parlamento reducido grotescamente a un grupo de señores que presionan la tecla que les ordenan, a veces con resultados inciertos, puede hacer dejación de un mandato constitucional. Buscando a juristas que dejaran indiferentes a unos y a otros y obligándose a votarlos, a lo mejor se lograba el efecto que el legislador buscaba o, al menos, algún efecto como el de nombrar de una vez un órgano constitucional que está anormalmente bloqueado. ¿Por qué The Economist pone tanto acento en ello? Porque el Estado de Derecho puede también medirse en dinero contante y sonante. Sin seguridad y agilidad judicial el sistema se gripa y eso, señores proclamados liberales, es un pecado de leso mercado también. Mantener los tribunales sin nombramientos, en cuadro, tiene un coste económico, además de institucional y reputacional, que también puede cuantificarse.

He dejado para el final a los propios miembros del Poder Judicial, con los que cordialmente disiento sobre su pretensión de que la calidad democrática mejoraría si fueran ellos mismos los que entre ellos mismos eligieran a la mayoría de entre ellos que habría de gobernarles a ellos. La reduplicación es buscada. Fíjense que ni siquiera voy a entrar en polémica de nuevo respecto a nuestras posiciones. No, lo que voy a reprocharles es su enrocamiento. Lo que voy a echarles en cara es que se hayan aposentado no solo en la reivindicación del cambio legislativo de sistema de elección –que es legítima– sino también en el hecho de que esta se convierta en un medio de presión que pase por encima de la anormalidad institucional actual. Creo que es culposa también esa presión que pretende preferir que esto estalle por las costuras si no se aceptan de inmediato sus reivindicaciones. Sería más institucional y de mayor servicio a la democracia española y a su Estado de Derecho que dieran prioridad al fin de esta anomalía, que amenazan incluso a la capacidad de resolución de los principales tribunales y, por qué no decirlo, a las expectativas de carrera de muchos. ¿Por qué no le exigen de una vez al Partido Popular que acepte un pacto? ¿Por qué no exigen día tras día a Congreso y Senado que pongan en marcha el procedimiento en vez de centrarse en lograr una reforma legislativa previa? Creo que solo la minoritaria Jueces para la Democracia lo ha hecho. Hay además un tema que subyace a esta alturas y que es que, probablemente, los candidatos promulgados hace tres años ya no tengan validez y sea preciso reiniciar completamente el proceso para evitar nulidades y porque hay personas que entonces no podían optar a ser elegidos y hoy si podrían y a la inversa. 

Los de The Economist deberían añadir a su calificación un índice de cinismo, como el que acabo de desgranarles, porque si algo consigue profundizar en el deterioro democrático es el cinismo y la impunidad con que se lleva a cabo y la lasitud con la que una sociedad aborregada acaba aceptándolo, mecida por los griteríos hooliganescos de quienes hacen prevalecer sus intereses al bien común.

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