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Infoadictos

EFE/ Etienne Laurent
10 de abril de 2023 22:25 h

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¿Cómo sería una adicción que sufriera toda la sociedad? ¿De qué forma identificaríamos a los enganchados a esa droga si lo estuviéramos todos? La respuesta es que no hay forma. Si la consumimos todos de manera legal no se trata de una droga. Y eso es lo que nos está ocurriendo con la información: en una década nos hemos hecho infohólicos.

Nada parece más personal, incluso íntimo, que la salud mental. Aunque sabemos que es política, en gran medida. Sin embargo, bajo esa denominación nos solemos referir a la escasez de psicólogos o la inexistencia de recursos como la terapia en los centros públicos (no puede llamarse así a una cita dentro de un año para asistir a sesión una o dos veces al mes). 

Sin embargo hay otro aspecto de cómo la salud mental es política que a menudo dejamos de lado y es cómo percibimos el mundo, en suma, cómo nos informamos.

Cuando empecé a trabajar en un periódico, allá por 1995, las redacciones eran el pararrayos de la sociedad. Asumíamos las descargas eléctricas de la última hora y se las entregábamos procesadas a la audiencia (entonces se llamaban lectores). Recuerdo vivir en directo la caída de Milosevic, por ejemplo, recuerdo el subidón de adrenalina. Recuerdo también, con dolor, la muerte de mi amigo Julio Fuentes; la liberación de Ortega Lara. Eran momentos de confusión emocional brutal, una montaña rusa, un sufrimiento y al mismo tiempo la excitación de saber que estabas en el lugar donde sucedían las cosas. En ese momento era cuando más tenías que dar de ti como periodista. Aunque se tratara de tu día libre, llamabas al redactor jefe para decirle que estabas de camino a la redacción, porque sabías que habría mucho trabajo ese día. No sólo querías ayudar a tus compañeros, también querías vivirlo porque esos días en las redacciones son los que se recuerdan toda la vida. 

Las redacciones han cambiado mucho, los despidos masivos de la anterior década para sustituir a viejos periodistas experimentados por jóvenes de todo a mil, tuvieron un efecto devastador en el periodismo. Todo un método de trabajo, por supuesto con sus inconvenientes y sus trampas, consistente en verificar la información con fuentes en las que el periodista podía confiar, se sustituyó, salvo notable excepciones, por la obsesión de la última hora, la información de trinchera -más aun- y el punto de vista único.

Con la llegada de la información al smartphone, la sociedad se quedó sin pararrayos. Las emociones fuertes se descargan desde hace unos años directamente sobre los individuos. Y como “good news are no news”, de acuerdo al viejo adagio de la profesión, la carga de negatividad de las noticias cae directa en los bolsillos y los corazones de la gente. Con razón la gente siente ansiedad y se aleja de las noticias.

Se puede decir que al informarse, el común de los mortales se somete a una intoxicación de la que puede salir más o menos ileso en función del criterio que haya podido formarse en su casa o con ayuda de algún profesor avispado. Con razón muchos organismos, como la UNESCO, llevan años insistiendo en la necesidad de alfabetización mediática: enseñar a la gente a informarse, a crearse su propio pararrayos. 

Antes éramos gentes que íbamos a bañarnos al río de la información cuando lo considerábamos oportuno: con el telediario nocturno, por ejemplo. Ahora vivimos inundados de noticias. Y tiende a ser información que intoxica, que dibuja un futuro distópico y aterrador. A ello dedicamos gran parte de nuestro ocio.

Theodor Adorno sometió a profundo escrutinio la forma en que las clases medias y trabajadoras emplean su ocio, convencido de que la posibilidad de cambiar la sociedad se encontraba ahí, en esos momentos en los que los humanos podían aprender, mejorar su naturaleza y aspirar a mejorar la sociedad. El ocio era el momento de soñar. Sin soñar una sociedad mejor, difícilmente podía alcanzarse. 

En la época que Adorno hacía estas reflexiones, la inundación de información no se había producido. El llamado infoentretenimiento significa, no sólo que somos manipulados, que nos cuentan bulos, que nos inducen a alinearnos con un grupo político y odiar al opuesto. Significa por encima de todo que el flujo constante de información y la sobrecarga que ello produce en nuestro cerebro, bloquea nuestra imaginación. La imaginación trabaja con imágenes, de ahí la cercanía etimológica de ambas palabras. Cuando nuestro cerebro está inundado de imágenes externas, las internas dejan de emerger.

Creo que las visiones distópicas, la desesperanza y la aparente incapacidad de imaginar un futuro mejor está muy relacionada con ese colapso de la imaginación. Cuando hablamos de que la salud mental es política, no se trata sólo de calcular cuántos psicólogos tenemos por cada cien habitantes. Es hora también de preguntarnos de qué nos priva estar todo el día conectados a las redes sociales. A qué renunciamos cuando no dejamos a la mente divagar. Renunciamos a la imaginación. No sólo la creativa y fértil loca de cada casa, sino también la imaginación social, que es en última instancia la que mantiene viva la esperanza. 

El flujo constante de información negativa y distópica está robándonos la esperanza, porque esta no es sino una forma de imaginación. La forma que más necesitan los jóvenes, pero también los viejos.

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