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Todos los inocentes dimiten

Màxim Huerta

Alfonso Pérez Medina

Si en la política y en la vida la forma es tan importante o más que el fondo, la manera en la que Màxim Huerta ha partido sin partirse, como él mismo refirió en su despedida citando un soneto de Lope de Vega, se parece demasiado a la de otros dirigentes del Partido Popular que renunciaron a sus cargos tras haber sido acorralados por escándalos similares. Con la diferencia, en todo caso, de que el Gobierno que le nombró tardó nueve horas en forzar su dimisión y Ana Mato, condenada por beneficiarse de la corrupción de la trama Gürtel, sigue trabajando hoy como asesora del PP en Bruselas.

Huerta se ha ido proclamando su inocencia a los cuatro vientos, presentándose como la presa de “una jauría” que quería hacer sangre con el Gobierno de Pedro Sánchez y tratando de justificar, no solo la manera en la que defraudó 218.323 euros tributando por el Impuesto de Sociedades lo que cualquier ciudadano habría declarado como Renta, sino también los dos recursos que presentó ante los tribunales para intentar eludir sus obligaciones.

Su victimismo recuerda demasiado al que utilizó Cristina Cifuentes cuando no le quedó otra que presentar su dimisión por el escándalo del máster de palo y la snuff movie política del Eroski. La maestra del selfie denunció haber sufrido “una campaña de acoso y derribo” que se convirtió en “ataque personal” por su “tolerancia cero contra la corrupción”. “He sido acosada mañana, tarde y noche, por tierra, mar y aire. He aguantado más de 34 o 35 días de una exposición permanente”, apuntó en una intervención que se ha convertido por sus propios méritos en la cumbre del género.

En abril de 2010, cuando el sumario sobre la trama Gürtel ya apuntaba al cobro de comisiones a granel que acaba de confirmar la sentencia de la Audiencia Nacional, Luis Bárcenas dimitió como senador utilizando la misma estrategia. El extesorero de la contabilidad extracontable concedió una entrevista a ABC en la que defendía ardorosamente su inocencia y denunciaba que desde el estallido del escándalo, catorce meses antes, tanto él como su familia habían soportado “una presión brutal y un desgaste personal difícilmente imaginable”.

El mismo calvario que dijo haber sufrido Manuel Moix, fiscal Anticorrupción con el PP hasta que se demostró que compartía con sus tres hermanos una sociedad en el paraíso fiscal de Panamá para ocultar la titularidad del chalet que sus padres compraron en la localidad madrileña de Collado Villalba. Como Huerta, como Cifuentes y como Bárcenas, el fiscal off-shore defendió que no había cometido “irregularidades ni ilegalidades” y se presentó como víctima de una campaña que sufría especialmente su familia, que no tenía por qué estar “sometida a la presión de los medios de comunicación”.

Más de lo mismo en el caso de la exministra de Sanidad Ana Mato, que lejos de reconocer que la Gürtel le pagaba los viajes familiares a Eurodisney, los payasos que amenizaban las fiestas familiares y el confeti que se desbordaba en el jardín de Alicia en el país de las maravillas en el que jugaban sus hijos por gentileza del tío Paco Correa, presentó su dimisión subrayando que en ningún caso se le imputaba “responsabilidad penal alguna”. Durante el juicio su abogado señaló que su defendida había sido objeto de “especulaciones y conjeturas” que habían causado “un grandísimo daño a su reputación”. La sentencia certificó unos meses después que la ministra a la que se le apareció un Jaguar en el garaje de casa se había lucrado con las actividades de corrupción de su entonces marido. 

De su inocencia a prueba de autos también presumieron los socialistas Manuel Chaves y José Antonio Griñán y los populares Ignacio González y Francisco Granados, quien daba lecciones de ética por televisión mientras ocultaba su fortuna a partes desiguales en un banco suizo y el altillo de sus suegros. Al menos Esperanza Aguirre reconoció en su acto de dimisión que renunciaba por no haber cumplido su “responsabilidad in vigilando” sobre su número dos, pringado hasta las orejas en el caso Lezo, y José Manuel Soria admitió “la sucesión de errores”, como sinónimo de mentiras, que fue cometiendo/propagando desde que se destapó su participación en empresas familiares radicadas en Panamá. 

Todos dimitieron haciéndose pasar por víctimas y reivindicando una inocencia que, antes o después, ha sido desvirtuada por los tribunales. El último ha sido Màxim Huerta, otro exponente del político cazado incapaz de reconocer los errores y pedir disculpas por ellos, al que alguien debería recordar los últimos versos del soneto de Lope de Vega con el que escenificó su partida: “Creer sospechas y negar verdades, es lo que llaman en el mundo ausencia, fuego en el alma, y en la vida infierno”.

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