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La isla de la fantasía

Miguel Roig

Las elecciones europeas, representan, históricamente, una estación de paso en la que poco se espera; son una suerte de ejercicio en acto de las encuestas del barómetro del CIS que, en potencia, vislumbran probables tendencias. Las elecciones que se llevaron a cabo a finales de mayo han roto aquel banco de pruebas y en su lugar se ha erigido un escenario inédito, complejo e interesante. Este último adjetivo atiende al regreso de un factor ausente –solo en apariencia– antes de la convocatoria: la política. Aunque no excluye a los otros dos, ya que regresa cuando no se la esperaba o antes de tiempo, por ello el hecho es cuanto menos original y su complejidad es alta.

Antes del 25 de mayo, los lecturas oficiales delataban la fragilidad del bipartidismo pero no su incapacidad de respuesta; la Casa Real seguía con el juego de malabares, sin cintura –y no por la cadera endeble del monarca–, que viene practicando desde el inicio del caso Nóos y el episodio de Botsuana; la izquierda –todo aquello que se vislumbra más allá del socialismo– no daba demasiado juego y el 15-M parecía haberse desvanecido como un mayo francés que, sin de Gaulle ni Pompidou, resistía en la red y no en la calle, las universidades y las fábricas.

Una vez que las urnas quedaron atrás, la realidad –a la que dice aferrarse el presidente Rajoy– es otra. El bipartidismo sin duda está más que tocado y uno de sus motores se debate en un proceso interno que no está exento de sufrir daños mayores ya que el socialismo no atraviesa una crisis de liderazgo: padece un problema de identidad similar al que experimenta la socialdemocracia en otros países europeos. Desde que Gerhard Schröder sentenciara que no hay economía de derechas o de izquierdas, sino buena o mala, la socialdemocracia europea entiende por buena la línea marcada por el neoliberalismo. El problema es ontológico: ¿existe el socialismo? Este dilema no se puede resolver, claro está, dirimiendo solo una interna.

En el partido del Gobierno pareciera que siguen morando en la isla de la fantasía. Creen que la alegría sigue en las calles tal como afirmó la vicepresidenta Saénz de Santamaría más como una boutade que como un aserto. Es verdad que el Partido Popular es refractario a la política y que siempre ha entendido lo público como una mera gestión y no como una dinámica en permanente transformación, pero el presidente Rajoy lleva esto a terrenos que ni siquiera el expresidente Aznar pisó en sus dos legislaturas. Aznar se oponía a los conflictos sin resolverlos, Rajoy no llega a este extremo: se paraliza en la tesis sin siquiera admitir una antítesis. Lo antitético le es ajeno. Ha inaugurado un procedimiento que no por ineficaz deja de sorprender por la tenacidad con que lo impone –apoyado en la mayoría absoluta, claro está–: el reclamo de consenso previo a una situación que pide un alto en el camino de todos los actores para resolver su desencuentro y alcanzar, a posteriori lo que Rajoy exige a priori: consenso. Con Rajoy la guerra sería eterna: nunca se detendría a negociar la paz mientras el otro bando no depusiera las armas y se sentara previamente en la mesa aceptando todas sus condiciones. Rajoy le llama a esto el sometimiento a la realidad y nada está más lejano a ella: es su negación y, como es evidente, la dejación en el uso de la herramienta para transformarla, la política.

Y la política aparece en la noche electoral por el ala izquierda, aumentando tres veces el caudal de votos de Izquierda Unida y trayendo con inusual energía una nueva plataforma a escena: Podemos, gestada en su totalidad desde las voluntades que se expresaron a través del 15-M. Queda claro con esto que el movimiento no se había difuminado sino que encontró un cause que ahora deberá articularse y a pesar de su vocación líquida, tendrá que institucionalizarse para no quedar en la simple indignación. Como afirmó, en este sentido, el filósofo Edgar Morin los indignados hacen críticas justas, denuncian, pero no pueden enunciar.

Pero la política también hizo acto de presencia donde menos se la esperaba: en la Casa Real. La abdicación es un gesto de un gran calado político y su aparente previsibilidad queda opacada por el momento en el que se produce. El rey Juan Carlos vuelve a demostrar que es capaz de ocupar la escena pública y si bien su capital simbólico está mermado hace una negociación de la deuda colocando al príncipe Felipe en una operación de riesgo pero que podría llegar a salvarle del naufragio.

El capital simbólico de Felipe de Borbón y Grecia es un intangible: el amor. El día que anuncia públicamente su relación sentimental con Letizia Ortiz, además de dejar claro el compromiso de ambos con España y la institución, pone por encima aquello a lo que le da toda la importancia: el amor. Superada esa etapa en el que el relato de la pareja se sostenía con ese ínfimo capital simbólico, llega la hora, también para los príncipes, de abandonar su particular isla de la fantasía y asumir lo real pero no en términos monárquicos sino atendiendo al devenir histórico. Así como Juan Carlos I sostuvo su reinado a partir del 23-F, la posibilidad que le queda a la nueva pareja real, en apariencia, es abrevar en otra fecha: el 15-M.

Aquí conviene recordar la novela Trampa 22 de Joseph Heller que gira en torno a una paradoja. Un grupo de pilotos en una base aérea norteamericana durante la segunda Guerra Mundial intenta eludir los vuelos de combate. Para ello deben someterse a una prueba médica y aducir locura. Pero en el momento en que lo hacen son automáticamente considerados cuerdos ya que los locos no se quejan y, por lo tanto, se ven obligados a volar, cerrándose la trampa sobre ellos. Trazando un paralelo con esta situación, si Felipe y Letizia aceptan como válidos, por ejemplo, algunos de los presupuestos del movimiento 15-M, estarían reconociendo los fallos de la actual monarquía constitucional, con lo cual se cuestionarían a sí mismos, pero si no lo hacen, el planteamiento podría venir desde el cuerpo social. He aquí el dilema. Lo mismo le ocurre al bipartidismo: abrir y dejar correr el aire –y las ideas– en los partidos, implica una pérdida que muchos de sus dirigentes no quieren aceptar pero que la calle o las urnas les acabarán reclamando.

Mientras tanto, dejan pasar el tiempo en la isla de la fantasía. Pero es posible que una mañana se despierten en otra. La de Robinson Crusoe.

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