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Kavaliersdelikt (Un marqués es un hombre)

Levantamiento de uno los cadáveres en el exterior del número 205 de la madrileña calle de Serrano, donde este lunes Fernando González de Castejón, mató a tiros a su pareja y a una amiga de esta para después suicidarse. EFE/Javier Lizón

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Ante las atrocidades tenemos que tomar partido. El silencio estimula al verdugo

Elie Wiesel

Gema Giménez es ya la víctima número 20 de la sangrienta estadística de la violencia de género de este año. Estar casada con un noble no le ha ahorrado el destino que por ser mujer éste le reservaba. Hasta en la muerte la ha machacado su maltratador, arrebatándole la individualidad para pasar a ser en los medios, casi exclusivamente, “la víctima del conde” o “la mujer del conde”. Sabemos casi todo de él, el gran protagonista omnipresente del suceso, y apenas nada de la mujer que pereció a sus manos. Gema, a la que su marido según los datos que me cuentan, prácticamente ejecutó de un disparo preciso y mortal en la cabeza. De la otra mujer, que ha sido asesinada por cuidar y prestar apoyo a su amiga, no hemos conocido ni el nombre. La familia no habrá querido verlo mezclado con este turbio asunto, habrán pedido discreción y, sin embargo, murió como una heroína y no habría por qué esconderla de la bondad de su acción. Será contabilizada en otra sangrienta lista que se ha iniciado este año: feminicidio social. La pequeña huérfana ha pasado también a engrosar la horrible lista de los niños fruto de la violencia de género que tantos en su entorno, cerca de su domicilio, tal vez en su propia familia tratan de negar. 

Lo cierto es que el tratamiento que se ha dado a esta dolorosa noticia ha dejado percibir una cierta subyugación por las características del asesino. El conde de Atarés, que es marqués de Perijá, un título más importante que no ha tenido tanta fortuna mediática, en cuyo relato se han regado con profusión los presuntos, como si los hechos dieran lugar a dudas, -la responsabilidad penal se extingue con la muerte, no ha lugar a la presunción de inocencia- se ha convertido en el protagonista rampante de su sangrientos actos. Me dirán que era noticia que no todos los días un noble se convierte en un delincuente y les diré que tal vez no en un asesino pero que la delincuencia de las clases altas, la kavaliersdelikt en términos alemanes, es bastante menos extraña de lo que parece aunque “históricamente los delitos cometidos por los estratos nobiliarios han sido deliberadamente ignorados”, según afirma el profesor de Derecho Penal Sergio Cámara en un artículo publicado sobre el tema. 

No es el único caso reciente. El conde Dupont de Ligonnès es buscado hace más de diez años después de haber desaparecido sin dejar rastro. En el domicilio familiar en Nantes, bajo una losa cubierta con tierra en el jardín, aparecieron los cadáveres de su mujer, de sus cuatro hijos y de sus dos perros. Según los investigadores, al hijo que estaba estudiando en la universidad lo hizo regresar con una excusa y lo mató dos días después que a los demás. Había enviado alguna carta en la que señalaba que si las cosas seguían así -estaba tieso- sólo quedaba la solución de un suicidio o de un “suicidio colectivo”. La utilización de esta última expresión deja bien a las claras el papel subordinado a su propia persona del que dotaba a toda su familia. 

No, “a la opinión pública no le encaja el noble en el estereotipo del criminal”, dice Cámara pero, sin embargo, aunque son más dados a los delitos de cuello blanco, no son ajenos los nombres rimbombantes a las sentencias de nuestros tribunales. He leído por motivos profesionales bastantes sentencias de nobles y de señores de Serrano implicados en las estafas más rocambolescas y hasta cutres. En el caso de la violencia de género este caso, al que no quiero llamar el del marqués, deja percibir también los estereotipos que acompañan socialmente al problema de la violencia de género. A muchos les cuesta pensar que la violencia de género se desplace fuera de los barrios donde habitan extranjeros, más allá de la sordidez de las adicciones o de cualquier otra causa que se busque para no reconocer que en esta violencia opera la prevalencia del hombre sobre la mujer y que los culpables siempre tienen en común una única cosa: ser hombres que matan a mujeres por el hecho de serlo. Y, sí, como han visto también los hombres con título maltratan y acosan y hasta matan y también en su entorno miran para otra parte y callan, porque el tipo era muy agresivo, porque se oían muchas discusiones, porque los disparos sonaron como muebles que caen… Mujeres de la milla de oro, profesionales brillantes, mujeres con título nobiliario también sufren este tipo de violencia, porque son mujeres y esa es el único dato cierto que te pone en riesgo.  

Tampoco es una novedad que una mujer sea asesinada por ayudar a una amiga a huir de su maltratador. Sucedió en el Caso Morate en 2015, Laura del Hoyo también fue asesinada cuando ayudaba a Marina. Otra mujer ha muerto ahora por ser solidaria. Eso me lleva a pensar que es necesario divulgar protocolos de seguridad para aquellas personas que están dispuestas a prestar ayuda a una víctima de violencia de género en riesgo porque el modelo se reproduce y porque no podemos consentir que la sororidad y la ayuda se vean coartadas por el miedo. 

He percibido una especie de morbo reverencial en torno a unos títulos y al nombre de una calle. El asesino de Gema ha sido condecorado con cientos de prudentes presunciones de inocencia innecesarias, hasta el propio crimen ha sido tildado de supuesto, no vaya a ser qué. Hace apenas unos días se crucificaba sin pudor a un actor de segunda fila y a su mujer dando por seguro hasta que existía un crimen -cosa que aún está por aclarar en toxicología- y refocilándose en lo malos y raros que son. Les faltaban blasones y eso que ellos están vivos y tienen, por supuesto, toda la presunción de inocencia que la ley les reconoce.

Un asesino machista le ha arrebatado la vida a dos mujeres y ha dejado huérfana a una niña pequeña porque él era un hombre y se creía con derecho a disponer de sus vidas. No hay más cera que la que arde y siempre arde la misma, en el barrio de Salamanca o en cualquier otro rincón de España y del planeta.

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