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Ladislao Martínez: el árbol y las semillas

El educador y ecologista Ladilao Martinez, en una foto de archivo sin datar. / Efe

José Vicente Barcia

Construido a golpe de voluntad y determinación, inventado y reinventado en la férrea cultura de la resistencia de quien no se dejó moler por el rodillo de la historia, Ladislao Martínez se erguía como un árbol frondoso en el hosco y conmovedor páramo manchego. De Cuenca, Garcinarro, y de ese pueblo este árbol de 56 años, armado de leña libertaria y ciencia razonada. “¿Qué no brilla nuestra estrella? ¿Cómo no va a brillar nuestra estrella entre las miles que se asoman al cielo todas las noches? Que brille es una cuestión de poética y probabilidades”.

Ladislao era leal, cariñoso y duro en el cuerpo a cuerpo. “Somos retrato que sintetiza la aspereza de nuestros paisajes, nuestras derrotas y también algunas de nuestra victorias”. Conocer a Ladislao era asomarse a sus causas: el ecologismo social, la altereconomía, la educación, el agua, las energías renovables…

Ecologista clásico de la contracultura en aquel mítico y vetusto AEPDEN, cuyo caudal humano desembocó en  Aedenat, donde como nadie afiló argumentos contra las nucleares españolas. “La energía nuclear era la energía del franquismo y aquellos que la defienden en esta democracia formal piensan y siente la energía como auténticos franquistas”.

Ladislao siempre tuvo una visión colectiva y política del ecologismo, y de hecho consideró que “el ecologismo junto a otros movimientos como el pacifista o el feminista, tienen un aliento claramente transformador y revolucionario”. Fue uno de los miembros fundadores de Ecologistas en Acción, organización en la que aportó rigor, entereza e intensas claves para el debate.   

Pero Ladis siempre fue un promiscuo de las causas justas y pronto comenzó a desarrollar actividades en otras organizaciones, destacando su militancia en Attac, siendo uno de los miembros fundadores de la Plataforma por un Nuevo Modelo Energético, formando parte de la Fundación Renovables y dando fuerza, visión estratégica y principios de igualdad en luchas tan esenciales como la que desarrolló la Marea Azul en defensa del Canal de Isabel II y contra su privatización. De aquella época, marzo de 2012, fue el ataque que sufrió, orquestado por El Mundo e instigado por la Comunidad de Madrid, y que tenía como único objetivo desprestigiarle públicamente. Un maleficente trepa, mamporrero de pocas luces del periodismo de extrema derecha, tituló: “Ladislao Martínez, un terrateniente al frente de la marea azul”. “Violaron mi intimidad intentando desprestigiar toda una lucha colectiva. Pero la vida no se para y yo seguiré defiendo todo para todos en un único y singular planeta”. Y no se paró y siguió dando clase en su querido instituto vallecano, plagado ahora de alumnos huérfanos que por centenares se asomaron la otra noche a darle un último adiós.

Militante, comprometido, sereno, brusco, fuerte y frágil, anduvo generando, influyendo y enseñado su valores en CCOO, en Izquierda Unida, en Izquierda Anticapitalista y desde hacía unos meses en el Círculo 3E de Podemos.

Conmigo estuvo coordinando hasta su última semana un curso en el que empeñamos esfuerzos e ilusiones sobre economía, ecología y nuevo modelo energético, donde logramos tejer relación entre las tres organizaciones que más cariños y desvelos nos han provocado: Ecologistas en Acción, Attac y Ecooo.

Ladislao Martínez estaba compuesto de una frondosa geometría: formidable persona en lo esencial, generoso en su magisterio y en sus sentimientos, con mirada ancha, con olfato de estratega, con la sonrisa explicativa del pedagogo, con la pasión del político que se pasea mostrando verdades que pronunciadas por él resultaban incontestables. Un maestro insustituible, no siempre suficientemente bien comprendido. Amigo, tejedor y camino. Ladislao nos era tan querido que no se pertenecía a él mismo completamente. Me retumba la frase de un Jaime Pastor quebrado por la emoción: “Nuestro Ladis Barcia, nuestro Ladis”.

El último día que lo vi le abracé y sentí su dolor autoconsciente. Qué jodida  y terrible puede ser la visión de un lúcido sobre sus propios abismos. Quiero ser el brazo fraternal de Emilio Menéndez, que en aquella última noche recogía con un gesto intimísimo de ternura las roturas de un Ladis a la búsqueda desesperada de una brújula de calma.  También quiero ser un abrazo para Carmen, su compañera, cuya conmoción sólo se puede explicar dimensionando la profundidad de lo perdido.

Ladislao Martínez, esto es para ti, porque aquello que se escribe se salva de la muerte del olvido.

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