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Lección de una señora racista

Imagen de uno de los vagones de la línea 1 durante el primer tramo de paros

Alba Muñoz

Hace poco una mujer racista me dio una lección. Íbamos en el mismo vagón de metro cuando un acordeonista empezó a tocar. A ese hombre le he visto en varias ocasiones, le recuerdo bien porque lleva unos mocasines de charol que no parecen tener suela y porque cuando toca siempre sonríe con elegancia, con el mentón hacia arriba, con las pestañas desmayadas sobre sus profundas ojeras. Suele empezar con temas clásicos del cine popular, como la banda sonora de El Padrino, luego pasa a piezas como el Vals sobre las Olas de Juventino Rosas, y termina con el Vals de las Flores de Tchaikovski.

Cuando llega ese punto, si aún estoy en el vagón, suelo imaginármelo con esmoquin en un gran salón austrohúngaro, rodeado de mujeres con vestidos vaporosos, y pienso que, en realidad, el dinero no le importa porque su sensibilidad e incluso su linaje están por encima del de quienes le rodeamos en el túnel, en ese instante. Luego me digo que mi reflexión es romántica y mezquina, propia de una tataranieta de Disney que asocia la sonrisa o la elegancia de un personaje con su nobleza, bondad y recompensa final.

El caso es que mientras escuchaba al acordeonista, y sin reparar en la mujer enjuta que había al otro lado del vagón, cuatro chicos negros subieron al tren. Iban cargados con tambores, cáscaras reconvertidas en maracas y un instrumento alargado de una sola cuerda.

Dos de los chicos ocuparon los asientos libres que había justo enfrente del acordeonista. Uno de ellos sacó un monedero en forma de saquito, tiró del cordel y empezó a contar monedas. Pero pronto su compañero le hizo un gesto con la mano. Quería escuchar al músico. Avisó también al resto de compañeros para que prestaran atención. Ahora los músicos callejeros africanos eran el público del acordeonista del metro. El hombre los estudió durante un segundo, con los dedos sobre los pequeños botones, y empezó a tocar temas del Este.

En pleno subidón de una polka agitadísima, los cuatro africanos empezaron a zapatear, a mover los hombros como títeres sorprendidos por la nueva fuerza que los gobernaba. Sonreían influidos por la aceleración, como si nunca hubieran escuchado las notas agudas e insistentes de la música del Este. Yo gozaba con la escena, me los imaginaba bailando la kalinka con un gran cinturón, botas brillantes y pequeños sombreros peludos. El acordeonista hacía reverencias y volvía a tocar con más fuerza, en una ceremonia de apareamiento entre las cadencias de la marihuana y el speed.

Al rato, la mujer cruzó la plataforma y me susurró:

—Estos mucho aplaudir, pero luego no le dan nada.

—Algo le han dado —mentí.

—¿Ah sí? —dijo extrañada.

La mujer tendría unos sesenta y pico, muy delgada, olía a colonia e iba vestida con unos pantalones oscuros, unas alpargatas y una camiseta de manga corta. No llevaba bolso.

Confié en que la mentira serviría para que la señora se esfumara, sin necesidad de explicarle por qué me parecía injusto que exigiera a los músicos que le dieran una moneda al acordeonista. Pero no.

—Es que los negros son mejores que los moros.

—Qué quiere que le diga, yo creo que hay buenos y malos en todos lados.

La señora pareció decepcionada con mi respuesta. Lo cierto es que era una respuesta de mierda. Solo quería que la señora me dejara en paz sin entrar en una discusión, quería impedir la complicidad que ella buscaba.

De pronto un asiento quedó libre junto a un hombre negro que no pertenecía al grupo de músicos. La mujer no dudó, ocupó el lugar y se inclinó hacia él con confianza, dándole incluso un toque en el brazo: “¡Hay que ver la que está montando este! ¿Usted cree que hay derecho?”.

Le llamó de usted y a mí me dejó perpleja.

Según mi interpretación de los hechos, la señora había utilizado comentarios racistas sin ton ni son, sobre negros y después sobre moros, como excusa para entablar una conversación entre blancas. Luego había dado un giro de guion y se había metido con el acordeonista susurrándole a un viajero negro. La mujer, por lo tanto, era una racista aleatoria, alguien sin criterio xenófobo propio.

Me pareció evidente que la señora utilizaba sus sentimientos de rechazo a otras culturas y etnias para sentirse menos sola, como una maniobra social básica que le permitía ejercitar el sentido de pertenencia. Eso no justificaba su actitud ni la convertía en alguien adorable.

Más allá de los ideólogos del nuevo racismo europeo basado en los discursos de la seguridad, la escasez del trabajo y la tradición que han aflorado –si es que eso tiene algo de nuevo–, me pregunto cuánta necesidad de pertenencia contiene el racismo cotidiano, el que bebe de los estereotipos y los rumores para señalar al otro y para poder hacer piña, para poder juntarse con la tribu.

Es probable que el rechazo y la violencia hacia los extranjeros pudiera entenderse mejor hace algunas décadas, no tanto en las grandes urbes de hoy con su autoproclamado multiculturalismo. Pero nuestras ciudades, tan atestadas, son propicias para un tipo de soledad de masas ruidosa, más hiriente tal vez.

Me pregunto cuánta es la necesidad de charlar, y por qué corté de raíz la conversación con aquella desagradable señora. Porque uno siempre señala al “otro” para que el semejante lo vea. A solas no se señala tanto, la gracia está en compartirlo.

Lo que la señora racista vendría a decir es que el semejante también puede ser negro. Para ella el color de la piel era lo de menos.

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