El lobo necesita pactos, no broncas
En las fiestas navideñas de 1982 me subí a un autobús de línea para, junto a mis compañeros de Adena (actual WWF), cruzar el norte de la Península en un largo trayecto de 28 horas desde Barcelona a Samos (Lugo). El esfuerzo merecía la pena: íbamos al encuentro del lobo.
Nos alojamos en la escuela del pueblo. Éramos una docena de jóvenes e inexpertos naturalistas pertenecientes a aquella generación de chavales a los que el recién desaparecido Dr. Félix Rodríguez de la Fuente inculcó el amor a la naturaleza y la admiración al animal más fascinante de la fauna ibérica.
Una noche helada de luna llena salimos de caminata desde la aldea por una de las rutas que se adentran en Os Ancares, el territorio lobero de la montaña lucense. Tras varias horas pisando monte, cuando el frío y el cansancio empezaban a vencer nuestra voluntad, escuchamos un sonido jamás oído por ninguno de nosotros pero que interpretamos a la primera, el inconfundible aullido del lobo.
Al escuchar aquel himno de la naturaleza salvaje y tras superar los primeros instantes de emoción la reacción atávica fue dar media vuelta y regresar al pueblo. Pero decidimos esperar y disfrutar de aquel instante mágico, casi sagrado para cualquier amante de la naturaleza.
Finalmente no conseguimos ver al lobo. Durante un par de días estuvo merodeando por las afueras del pueblo, donde identificamos sus rastros y señales, pero no lo vimos. Aunque eso fue lo de menos. Compartir su territorio, oír su voz, percibir su cercana presencia, nos hizo amarlo más aún.
Han pasado casi 35 años desde aquel viaje, he tenido la suerte de ver al lobo ibérico en varias ocasiones, pero mi pasión por él no ha hecho sino ir en aumento. Por eso, como todos los que lo amamos, sufro tanto la situación de conflicto que vuelve a rodear a la especie. La persecución y el acoso institucional a nuestro mayor predador son intolerables. Las batidas no son la manera de gestionar las poblaciones del animal más legendario de nuestra naturaleza. El gatillo es el recurso del mediocre.
Si alguna administración está permitiendo que se abatan lobos al sur del Duero (donde la especie está protegida) hay que protestar, por supuesto: denunciarlo ante la justicia y pedir el apoyo a los partidos políticos para que cese inmediatamente la persecución. Hay que buscar el apoyo de la sociedad a favor de la conservación de esta valiosa especie. Pero lo que no podemos hacer es recurrir a la bronca y el insulto. Eso solo contribuye a tensionar los ánimos en las comarcas loberas. El antagonismo entre los que defendemos al lobo y quienes dicen sufrir su presencia viene de antaño y no lo vamos a solucionar sacando gente a la calle de uno y otro bando.
Si los contrarios al lobo llenan las calles de Valladolid gritando 'Lobos No' la respuesta no puede ser llenar la Puerta del Sol gritando 'Lobos Si'. La respuesta es ir allí y sentarse en la mesa con aquella gente, tomar nota de sus quejas, entender y atender a sus derechos, ponernos en su piel, dialogar y gestionar la realidad del lobo en cada lugar poniendo en valor a la especie como reclamo turístico. Explicar lo mucho que puede aportar su presencia a la economía local, demostrarles que el lobo vale infinitamente más vivo que muerto y promover acuerdos de colaboración que faciliten la convivencia en los pastos y los montes. Porque no olvidemos una cosa: el lobo vive allí, no en la Puerta del Sol.
El lobo no necesita esbirros ni guardaespaldas, el lobo necesita gente con argumentos. Gente sensata que sea capaz de defender el diálogo pese a las atrocidades que se están cometiendo contra él. Gente que suba allí arriba cargada de razones para proteger al lobo y que las exponga en tertulias con los sindicatos y las cooperativas, en las casas de cultura, en las tabernas, en los centros sociales y en los ayuntamientos. Eso es lo que hemos hecho con el oso en la cordillera cantábrica tender puentes, sumar complicidades y alcanzar pactos.
Es muy fácil apelar al cabreo colectivo cada vez que matan un lobo. Es muy fácil promover adhesiones a la causa y salir a hombros en las redes sociales con la foto de un lobo abatido. Pero incluso los que movidos por los mejores deseos hacia el lobo actúan de esa manera saben que la cosa no es tan fácil.
Quizá este artículo no guste ni a unos ni a otros. Pero no he podido evitarlo porque hace mucho tiempo que me lo estaba haciendo encima. Hace 34 años cuando me pegué 28 horas acurrucado en una butaca de autocar para ir en busca del lobo me movía lo mismo que me mueve hoy a redactar estas palabras. El amor profundo por el animal más bello de la tierra, mi pasión por el lobo ibérico. Y la amarga desesperación de ver cómo somos incapaces, unos y otros, de llegar a un acuerdo para conservarlo.