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Qué menos que la luz y el agua

El vicepresidente de la Junta de Andalucía, Diego Valderas (IU), cuando anunció que Andalucía estudia garantizar un mínimo de agua y electricidad gratuita. / Efe

Rosa Paz

Alucina, la verdad, escuchar a algunos representantes de la derecha mediática calificar despectivamente de “chavista” al Gobierno de Andalucía porque anuncia medidas tan imprescindibles, solidarias o, simplemente, humanitarias, como garantizar “los suministros mínimos vitales” de agua y luz a los andaluces que están en riesgo de exclusión social. Una reacción similar tuvieron, por cierto, cuando al inicio del curso pasado la misma Junta de Andalucía aprobó un plan para garantizar tres comidas diarias en los colegios a los niños más necesitados, o cuando decidió la expropiación temporal de viviendas a entidades financieras para paliar el desgarro de los desahucios. Entonces sí que se armó alboroto. Expropiar pisos que los bancos tienen abandonados, que han recibido, por ejemplo, como dación en pago por los créditos concedidos a constructores y promotores... “¡Pero qué escándalo!”. “¡Cuánto chavismo!”. Chavismo de Chávez, claro, no de Chaves.

Entonces el PP secundó la escandalizada crítica. Lo novedoso de esta ocasión es que, mientras sus portavoces mediáticos se rasgan las vestiduras, el PP de Andalucía ha salido con un “¡pero de qué va la Junta!, ¿a quién quiere engañar?, ¡si los ayuntamientos ya garantizan ese suministro vital!”. Así que, por lo visto, en los municipios andaluces que gobiernan los populares –la mayoría de los grandes– ya se ocupan de atender esas necesidades de los ciudadanos que se encuentran al borde del precipicio social. Al parecer, lo hacen en silencio, sin publicidad, como los buenos samaritanos. Aunque cabe esperar que, al menos, los afectados estén informados.

Lo asombroso, con todo, no es la indignación liberal que a algunos les provocan las políticas que el Gobierno andaluz pone en marcha para paliar las consecuencias de la crisis; por ejemplo, ahora, en lo que los expertos denominan “pobreza energética” y que, según dicen, afecta al 15% de los españoles, en particular a personas mayores de 65 años, hogares monoparentales y parados. Lo realmente increíble es pensar que quienes tanto se escandalizan cuando se adoptan medidas sociales de emergencia no vean la injusticia que implica tener a su alrededor cientos de miles de ciudadanos sin recursos ni para pagar los mínimos de la luz y el agua, o para dar de comer decentemente a sus hijos. Deben de pensar que es cosa de la caridad, y no de las administraciones, atender esas necesidades básicas de los ciudadanos.

La propuesta andaluza no es ni siquiera la primera. Hace tres semanas, el Síndic de Greuges (el Defensor del Pueblo catalán) propuso al Parlament de Catalunya una “tregua invernal” para que no se corte el suministro de agua, luz y gas durante el invierno a quienes no puedan pagar las facturas. Según los datos del Institut d'Estadística de Catalunya (Idescat), en 2011 –y han pasado ya dos años más de crisis– un 26,7% de la población catalana se encontraba en riesgo de pobreza y con dificultades serias para pagar facturas o mantener la vivienda a una temperatura suficientemente caliente.

Se sabe incluso, por informes de Cáritas, que hay muchos hogares en España –la mayoría, de ancianos– donde en los últimos años no se ha encendido la calefacción por falta de dinero. Igual que se conoce que hay muchos niños que van a la escuela sin desayunar porque en casa no tienen qué darles.

Así que debería ser el Gobierno, el de Mariano Rajoy, el que tomara cartas en el asunto y adoptara un plan de rescate a las familias en riesgo de exclusión social. No pueden ser los ciudadanos menos importantes que las entidades financieras. El abandono a su suerte de un porcentaje elevado de ciudadanos sin recursos también es un riesgo sistémico y más grave, a la larga, que el de Bankia. Parece que hasta en Europa se han dado cuenta, porque este miércoles la Comisión Europea alertó del “crecimiento alarmante” del paro, la pobreza y la exclusión social en España. Eso sí, sin considerarse concernida. Como si lo que ocurre aquí no tuviera nada que ver con las políticas que también se deciden en Bruselas.

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