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Las madres que no se esfuerzan lo suficiente

Una madre pasea con su hija por las calles de La Laguna, en Tenerife. EFE/Cristóbal García/Archivo

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Una madre soltera es detenida por dejar sola por las noches a su hija para irse a trabajar. El caso es dramático, no por la mujer, sino por el sistema que la condena. Los hechos son los siguientes: el jueves 16 de febrero un vecino de Ciudad Lineal (Madrid) llama a la policía porque oye el llanto de una niña pequeña en el piso de al lado durante más de una hora sin que nadie la atienda, una circunstancia que se había repetido en días anteriores. La policía, al llegar al domicilio, encuentra sola a una niña de cuatro años porque su madre se había tenido que ir a trabajar. La mujer, una migrante sin papeles de 27 años, trabaja en un pub en Villaverde desde las 22.00 hasta las 4.00. La policía detiene a la mujer por abandono de menores y la niña se queda sin su madre.

Todos somos capaces de ver lo aberrante del caso. Un sistema que se despreocupa de la vida de la menor y se pone represivo cuando a quien se le niega la existencia hace lo posible por salir adelante. Como si la culpa fuera suya por no esforzarse suficiente y no asegurarse una vida digna fuera de la marginalidad. El relato de la cultura del esfuerzo tendría que reforzar el comportamiento de una madre que hace lo posible para sacar adelante a su hija, pero lo falaz del relato y su nula implantación en la realidad hacen que no solo no premie ese comportamiento, sino que se castigue y se haga todo lo posible por imposibilitar el progreso de una madre soltera, llevándola a la marginalidad y convirtiéndola en delincuente cuando hace lo único que el propio sistema le permite. Una doctrina social que convierte en crimen la supervivencia mediante el trabajo asalariado. 

Nuestra sociedad castiga a quien obliga a actuar de la única manera posible para sobrevivir. El sistema capitalista penaliza a quien tiene unos condicionantes sociales imposibles de superar y se ve atrapada en la trampa del capital. Una mujer soltera, sin papeles, que no tiene recursos ni ayuda del Estado para cuidar a su hija cuando tiene que trabajar para asegurarle el sustento, es detenida por garantizar por sus propios medios la supervivencia suya y de su pequeña. La otra opción que esa mujer tenía era no dejar sola a su hija en ningún momento y morirse de hambre con ella. Su poder de decisión se circunscribía a vivir en la calle con su hija o dejarla en casa para poder trabajar y vivir junto a ella de manera precaria. No había más posibilidad de actuación, no tenía más libertad de elección. El colectivo más vulnerable de nuestro entorno es el de las madres migrantes solteras. Lo sabemos pero no nos importa, las perseguimos. El sujeto social más precarizado y más sensible a la explotación y la miseria es perseguido por vivir como se le dicta, condenado a subsistir en condiciones denigrantes y criminalizado por intentar sobrevivir con las cartas que el sistema le proporciona.

El libro Nueve nombres, de María Huertas Zarco, narra una historia extrema de esa espiral de explotación y criminalización. Aurora era una mujer ingresada en los años 70 en el hospital psiquiátrico de Bétera, pero de manera temporal. Había sido condenada e ingresó en la cárcel y en un principio se la consideró enajenada, pero no lo suficiente como para pasar su condena en un sanatorio mental. Aurora venía de una familia marginal, no tenía padre y a su madre la mató uno de los puteros con los que se relacionaba antes de que ella tuviera su primer hijo con 14 años. Un hecho natural, considerando que empezó a trabajar con su madre desde los 13 años o porque compartía lecho con sus hermanos, que la usaban como algo más. Aurora tuvo 19 hijos y consideraba el sexo como el modo más lógico para lograrse el sustento, porque no conoció otro desde niña. Aurora narraba con la naturalidad de quien no ha conocido otra vida que sus hijos siempre habían estado bien cuidados a pesar de las condiciones de insalubridad en la que vivían, porque el baremo de partida vital del que venía le hacía ser sincera con su apreciación. Los mantenía al modo animal, hasta que eran capaces de valerse por sí mismos, como lo fue ella en una tierna adolescencia.

Aurora fue detenida a los 50 años mientras vivía con varias de sus hijas y nietas. La denuncia fue realizada por el ayuntamiento porque Aurora prostituía a sus hijas de 16 y 17 años y a una nieta de otra mayor que contaba con 15 años. Ese equipo municipal nunca se preocupó de la situación de ruina y miseria en la que estaban durante los 10 años que la familia vivía en su población, ni de si las niñas estaban escolarizadas o tenían el sustento económico necesario para vivir. Aurora no negó el hecho. Igual que la madre detenida esta semana, no entendía qué había de malo en ganarse la vida como había hecho siempre con el desdén de las administraciones: “Aurora era consciente de lo que pasaba, pero no sabía que los hechos por los que se las acusaba a ella y a sus chicas estaban mal. Pensábamos que la verdad estricta era que no era culpable de haber transgredido unas leyes, no porque las desconociera, sino porque era ajena a la estructura sociopolítica y, por tanto, a su normativa. Y no porque ella se hubiera alienado, sino porque la habían excluido y privado de todos los derechos sociales, sanitarios, educativos, habitacionales, laborales, humanos y de ciudadanía, desde antes de nacer. ¿Cómo se puede juzgar a una persona y pedirle responsabilidad respecto a una legislación, si no se le han concedido ninguno de los derechos previos que allí constan?”. Aurora en los setenta y esa madre colombiana en 2022 son solo víctimas de la depredación capitalista. Si no tienen derechos, no somos nadie para exigirles deberes. 

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