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¿Tan malos son los videojuegos? Pues mira lo que decían del teatro

Aspecto del patio de butacas con aforo reducido por el coronavirus en un teatro.

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¡Ay lo nuevo! ¡Ay lo desconocido! ¡Ay, Señor, qué amenazas nos mandas! Escuchamos una palabra nueva que suena a mundo nuevo y nos ponemos en guardia: ¡Qué es eso! La miramos con recelo, como si fuera una intrusa, como si viniera a molestar. Yo, que tenía mi lenguaje en orden, y viene una advenediza a dejar mi vocabulario antiguo.

Nos cuesta asimilar palabras del nuevo mundo que va surgiendo cada día, pero, bueno, al fin y al cabo, no son más que letrillas. Nos despachamos un rato diciendo que el lenguaje “está degenerando” y que “cada vez va a peor” y tan felices.

Pero lo que de verdad nos inquieta no son tanto las palabras como sus vehículos: las tecnologías de la información y la comunicación. Ahí es donde la ansiedad se dispara. Aunque el rechazo a lo nuevo no es nuevo. Es lo eterno; es lo habitual. Es la resistencia de los apocalípticos frente a la vehemencia de los integrados. Es el regusto de los agoreros.

Vamos a buscar sus huellas en el pasado. Vamos a la caza de la ojeriza y la desconfianza que hay detrás de cada novedad.

Empecemos por las quejas que oímos de los videojuegos. ¡Ay los videojuegos, que solo enseñan a los niños a matar! ¡Ay los niños, que están atacaos de tanto disparar! Algo parecido ocurría a finales del XIX con el teatro. El respetado doctor Descuret decía en Medicina de las pasiones que “la sobrexcitación del sistema nervioso debe atribuirse en gran parte a las emociones violentas que las mujeres y los niños van a buscar a los teatros” (uy, ¿no recuerda esa sobrexcitación al discurso actual de la hiperexcitación y la sobrestimulación infantil?).

El doctor Descuret decía que esas emociones llegaban a “erigirse en verdaderas necesidades” (lo que hoy llamamos adicción), contribuían a “debilitar las constituciones” (hoy es sedentarismo) y favorecían la “irritabilidad mórbida que a nuestra sociedad atormenta” (lo que hoy llamamos estrés, ansiedad, depresión).

Y ya sabemos que lo malo, en las mujeres, siempre es peor. En La educación de la mujer, el doctor José Panadés y Poblet, con el dedo índice de autoridad bien alto, escribió: “El teatro se ha hecho inconveniente para nuestras hijas”.

El teatro atacaba la salud corporal. Aquellas salas eran un “lugar pestífero” por el ambiente sofocado, las aglomeraciones, las luces y los afeites. Y las obras atacaban a las mentes porque favorecían la “degeneración literaria y de las costumbres”.

Miren qué desaguisao describía el doctor José Panadés y Poblet sobre los teatros: “Pinturas falsas o exageradas, que tienen por objeto más excitar la risa que fomentar la reflexión” (¡Más LOL que oración!); “obscenidades veladas, pero hechas palpables por los aplausos e insistencia del anfiteatro” (¡Marranones diciendo indecencias en dobles sentidos!); “palabras torturadas o en contraste chocarrero” (hablando como la gente de la calle, ¡qué vulgaridad!). Y miren con qué severidad despreciaba el género dramático: “Ved ahí lo que nuestras hijas hallan en el teatro. Ved ahí de lo que es menester apartarlas”.

Sigamos por las quejas de los bailes. ¡Ay TikTok, que está atontando a los adolescentes con tanto bailoteo! ¡Ay los adolescentes, tol día moviendo el culo con el reguetón, en vez de leer El Quijote! Y ahora volvamos a las páginas de La educación de la mujer. ¡Qué escándalo era aquello del “baile en público”! En las salas de baile la atmósfera estaba “saturada de aire viciado y plasticado de perfumes”, los pulmones tenían que “porfiar por devorar el poco oxigeno que allí queda” y el delirio de los sentidos llevaba a una “fatiga corporal excesiva” y a “perder algo de salud” y algo de pureza.

Ya el colmo era el vals, “de circular y lascivo vuelo”. De lo mismo que acusan hoy al perreo y el reguetón: demasiado sexual. “El vals, en el que el delirio y la ebriedad tocan su último punto, tiene más inconvenientes aún que los bailes ordinarios”. Ese baile ponía en peligro que la “fresca y virginal flor” de una jovencita fuera “deshojada por un Werther”.

Pero en los años 60 llegó un baile que, ya no es que desvirgara a las pobres muchachitas, ¡es que las mataba! Un censor del franquismo llamado Manuel Antonio Zabala Díez decía: “El ritmo denominado twist ha suscitado una general repulsa entre las personas de buen sentir. Diferentes países extranjeros, como Irán, lo han prohibido por inmoral”. Y la prensa del régimen lanzó una campaña terrorífica con estos titulares: “Muere cuando bailaba el twist”, “Falleció a consecuencia de un colapso cardíaco provocado, al parecer, por el violento ejercicio del baile”.

Y terminemos con las quejas por las pantallas y la cultura digital, que también tienen sus agoreros. ¡Ay la tele, que nos idiotiza! ¡Ay Google, que nos hace estúpidos! ¡Ay las redes sociales, esa invasión de los necios! ¡Ay los teléfonos inteligentes, que nos hacen tontos del bote! ¡Ay el Zoom, que nos tiene exhaustos! ¡Ay las pantallas, que nos van a mataaar! ¿...? Cómo de imbéciles nos está haciendo la tecnología que hemos desarrollado una vacuna de ARN mensajero en tiempo récord y hemos enviado un vehículo de exploración extraterrestre estupendo al planeta Marte.

Yo crecí con el miedo metido en el cuerpo: “No uses los auriculares, que te vas a quedar sorda”, “no leas tumbada en la cama, que te van a poner gafas”, “no te acerques a la tele, que te vas a quedar ciega”. Me faltó oír que el teléfono me iba a freír el cerebro y aún espero que alguien me diga que los pódcast me van a perforar los tímpanos.

Pero ahora, cada vez que oigo algo así, pienso en la llegada del ferrocarril. Aquellos trenes de finales de la década de 1820 tenían al mundo sobrecogido por su rapidez. Y cuenta Miguel Salavert que muchos médicos advirtieron a los pasajeros que no miraran por la ventanilla porque podrían quedarse ciegos. ¡Qué retinas iban a aguantar la vertiginosa velocidad de 24 kilómetros por hora!

“Nada puede dar idea de la tremenda velocidad con la que se desarrolla, como en un cuento de hadas, este sorprendente panorama”, escribió, boquiabierto, el historiador francés Jules Michelet, sobre aquellas locomotoras ranqueantes. “No corremos, volamos por encima de los campos, de las rocas, de los pantanos, por puentes suspendidos… ¡Planeamos sobre los abismos!”.

Me pregunto a qué volumen se reirán nuestros tataranietos cuando lean nuestras palabras y nuestros canguelos.

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