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El mapa y el territorio

Miguel Roig

En un pequeño y urgente ensayo, En las ruinas del futuro, publicado en diciembre de 2001, apenas tres meses después del atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, Don DeLillo sugería que a partir de entonces, en su país, quedaba diluido el tiempo. DeLillo explicaba allí que hasta el 11 de septiembre Estados Unidos se había forjado a partir de un constante presente en busca de un futuro visible que, a su vez, se asentaba sobre la enorme experiencia acumulada en un pasado vigoroso. La caída de las torres vino a demostrar, reflexionaba, que pocos instantes sirvieron para fulminar ese presente que a partir de entonces se diluyó porque se tornó vulnerable, inestable e inseguro. Ese presente, además, se desvincula del pasado que de nada le sirve ya que la información que aportaba se torna inútil para la supervivencia y hace imposible la construcción de un futuro.

Al día siguiente de la masacre que perpetraron los yihadistas en la redacción de la revista Charlie Hebdo, El País publicó en las páginas de noticias internacionales de su edición de papel, una entrevista a Michel Houellebecq a propósito de su novela Soumission, en la que profetiza la llegada de un presidente musulmán a Francia en la siguiente década, después de ganar unas elecciones a Marine Le Pen del Frente Nacional. Obviamente, en esta pieza de ficción política –así la llama Houellebecq–, el presupuesto de mínimos de Le Pen que pasa por volver a instaurar la guillotina en la república y la xenofobia como particularidad catalizadora de la nación, cede ante el programa no menos apabullante del nuevo presidente quien no duda en instaurar los usos y costumbres del estado islámico. En palabras de Houellebecq no se trata de otra cosa que, a su parecer, la destrucción de la filosofía heredada de la Ilustración. No atiende el escritor, según se desprende en la entrevista, a los argumentos de pensadores como Oliver Roy que observan una secularización del Islam y que la violencia y el radicalismo son meros estertores. Junto a esta visión de Roy habría que articular la política desplegada por Estados Unidos con el apoyo casi unánime de Europa a partir de la guerra de Irak hasta el último capítulo que tiene lugar en Siria y ha dado lugar a la consolidación del Estado Islámico.

El viernes este diario daba cuenta de una entrada que Esperanza Aguirre firma en su blog en la que sostiene que ‘el terrorismo yihadista quiere atacar nuestra civilización, la libertad de expresión, la libertad de opinión y la forma de vida que nos hemos dado los occidentales y que tantos años nos ha costado lograr’ y, a modo de conclusión afirma que el ataque a la redacción de Charlie Hebdo ‘no es distinto a los de otros ataques terroristas que han tenido lugar en Madrid, en Londres y en muchos otros lugares del mundo y esto demuestra que la causa de los atentados de Atocha no era la guerra de Irak, como muchos dijeron entonces’.

Aún hoy se dejan oír ecos, como este, del relato que difundió el Gobierno del presidente José María Aznar sobre la autoría de los hechos en la masacre de Atocha que costó la vida a 192 vecinos de Madrid.

En un artículo en el periódico New York Times de este viernes, el periodista David Brooks daba cuenta de la hipocresía que anida en parte del cuerpo social a la hora de asumir como propias ciertas causas ya que muchos de los que han proclamado ‘Yo soy Charlie Hebdo’, en su día a día tienen actitudes discriminatorias como aquellos que en las universidades americanas vetan la presencia de la feminista Ayaan Hirsi Ali. En la voz de Aguirre se deja oír un intento por reivindicar el relato oficial que desde la Moncloa y con bastantes medios afines se articuló aquellos días y se oculta el pliegue de hipocresía que denuncia Brooks: al mes siguiente del atentado de Atocha, Aguirre hizo público su malestar por una obra que se representaba en el Círculo de Bellas Artes (Me cago en Dios del escritor y dramaturgo Íñigo Ramírez de Haro) y dio instrucciones a su entonces Consejero de Cultura ‘para evitar incidentes [sic] como este’.

Los terroristas han dejado tras de sí en París un lastre mortal que no tiene reparo posible como no lo tienen todas las muertes que se acumulan detrás del fanatismo. Pero es en la supuesta zona de la razón donde se puede operar y se debe intervenir.

Haciendo foco en la tragedia que nos toca de cerca, los cuatro días de marzo de 2004, desde el jueves 11, día del atentado de Atocha, hasta el domingo 14, jornada electoral, dejan claro que no son solo los terroristas quienes disuelven el tiempo, como afirmaba DeLillo, ni tampoco los que marcan el espacio. Antes de Soumission de Michel Houellebecq publicó El mapa y el territorio, pero la cartografía y el suelo son cosas distintas y no siempre coinciden.

En un tiempo marcado por la falta de certezas y la incapacidad política de resolver los problemas que genera la economía global, la seguridad aparece como un elemento proselitista pero oculta que su germen no es otro que el relato del miedo. Un estado islamista en el corazón de la Ilustración, como imagina Houellebecq en su obra de ficción política (que a pesar de ser una obra artística se difunde desde las páginas de política internacional) o un estado policial, excluyente y autoritario, como propone Le Pen. Ante ello, una democracia plástica, que permite adaptar los hechos a las necesidades de la realpolitik: utilizar el mal para lograr el bien, entendiendo este último valor como la simple retención de un poder incapaz de resolver cosas básicas, incluida la seguridad.

Este es el mapa. En el territorio estamos nosotros.

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