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La Navidad empezó en Palestina

inagen de Rafá, en el sur de la Franja de Gaza tras los bombardeos israelíes.
14 de diciembre de 2023 21:49 h

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Con la venia de Marco Schwartz, pretendo que este sea mi último artículo antes de navidades. Aunque todavía falta más de una semana, sueño con unos días libres para encerrarme a escribir (tranquilos, no he venido aquí a hablar de mi libro) y para disfrutar de mi hijo, que vive fuera de España y vuelve a casa por Navidad. Cuando llegan las vacaciones de verano, todo el mundo cuenta sus planes para “desconectar”. En cambio, estos días de invierno son para conectar. Como mi familia es pequeña les veo enseguida, lo que me deja tiempo para hacer dos de las cosas que más me gustan: leer y escribir. Soy medio solitaria porque ambas se hacen en soledad, aunque en ocasiones me aíslo con otra gente. Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, tengo a una amiga parisina-peruana en casa. Ella escribe en la habitación que sigue siendo la de mi hijo, aunque ahora no esté y pueda albergar otras compañías. Escribir al unísono me estimula tanto como cuando mi novio y yo nos sentamos a leer cada uno su libro, juntos en lugares distintos. Después yo le cuento el mío y él me cuenta el suyo. Cuando mi hijo era pequeño yo disfrutaba las navidades de forma vicaria: viéndole a él. Ahora se me presentan como la promesa de una felicidad distinta: escribir por las mañanas, comer y cenar con gente querida. El plan parece perfecto, salvo por un ruido de fondo incómodo, desasosegante, que lo acompaña.

Las navidades son un buen momento para hacer campaña contra el prestigio de estar ocupados. Hablar con las amigas entre la salida de una reunión y la entrada en la siguiente, digámoslo claro, no es vida. Las vacaciones nos recuerdan que el ocio es nuestro estado natural. Recibiremos mensajes, el teléfono sonará y habrá reuniones: pero serán conexiones de afecto y no de trabajo. Nadie pedirá nada, no habrá que tomar decisiones y nadie esperará instrucciones, salvo las relativas al momento de sacar el pescado del horno. Como dijo Bauman del teléfono móvil y los mensajes instantáneos: nos acercan a los que tenemos lejos, y nos alejan de los que tenemos cerca. La proximidad de los cercanos me dará alegría, aunque la intuyo perturbada por un ruido de fondo incómodo y desasosegante.

Hace tiempo que la navidad dejó de ser una fiesta eminentemente religiosa para convertirse en el apogeo de la familia y el consumo. Su significado más importante hoy es la presencia. Todo se detiene para que podamos dedicarnos simplemente a estar junto a la gente que queremos, incluso apretados: las piernas y los pies chocarán bajo la mesa y alguna mano torpe en la abundancia derramará una copa de vino. Me libraré de aguantar a los pelmazos, porque en mi familia la pelma soy yo. 

Todo aparentará estar en calma.

En algún momento, el ruido de fondo incómodo y desasosegante cobrará cuerpo en forma de sonsonete. Alguien entonará un villancico, y esa canción contará la historia de un niño que vino al mundo hace dos mil años en un pesebre. Y ese nacimiento, dirá la letrilla, tuvo lugar en Belén. Sonarán los cascabeles y las panderetas, las voces agudas de los niños repetirán “Belén”: allí empezó la Navidad, en tierra palestina. Sobre Cisjordania no caen las bombas, y aun así, desde el siete de octubre, cuando se produjeron los terribles ataques de Hamás en Israel, han muerto más de 200 personas, un 11-M. 

Gaza se encuentra a unas decenas de kilómetros de Belén. Cuando medio mundo esté celebrando el nacimiento de ese niño, tomándolo como razón o como contexto cultural, los civiles palestinos seguirán cayendo por cientos bajo las bombas. Gente que se considera muy civilizada cenará pavo, a sabiendas de que su aquiescencia o su apoyo permiten que la matanza continúe. Tal vez haya una tregua navideña, pero Israel ya ha dicho que la operación durará meses: para destruir los túneles del subsuelo, están dispuestos a acabar con todo rastro de vida en la superficie. Al parecer, nadie ha podido convencer a Israel de que esta masacre está cebando una nueva oleada de terrorismo. La cifra de muertos se acerca a los 19.000. Los supervivientes serán cada vez menos. Resultará imposible no pensar en ellos cuando suenen los villancicos. Obligados primero a huir del norte, y empujados ahora a la zona de Rafah, los gazatíes ya no viven hacinados, sino comprimidos en un tercio del territorio. La desesperación, el hambre, la sed y el cólera, los asedian entre bomba y bomba. Se amputan piernas sin anestesia. Lo último que he oído es que ya no encuentran huecos en la tierra para enterrar a los fallecidos. Y los muertos, sin sepultura, emitien un ruido de fondo incómodo y desasosegante. 

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