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Qué fue y qué no fue el 1-O

Cargas en calle Sardenya con Diputació, a la salida del colegio Ramon Llull (Robert Bonet)

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La votación del 1-O del 2017 era el plan. El único que hubo antes y después. Fue un ejercicio de desobediencia colectiva impresionante y en el que, por un día, el independentismo tuvo razón cuando decía que el mundo miraba a Catalunya. Centenares de personas participaron a modo de red clandestina en el dispositivo que se organizó para conseguir que llegasen las urnas y las papeletas a los puntos de votación. 

El 1-O no lo hizo la gente, por más que haya quien todavía hoy repita esta frase, aunque sin la gente no hubiese sido posible. Dirigentes y exdirigentes de partidos y entidades diseñaron una organización que trabajó siempre con alternativas varias para no fallar. Y no falló. Cuando ese día Jordi Turull y Marta Rovira entraron de madrugada en el Palau de la Generalitat -fueron los primeros políticos en hacerlo- nadie sabía muy bien qué acabaría pasando. Pero ambos eran conscientes de que la imagen de las papeletas y las urnas sería el primer triunfo. La de las porras, como reconoció Artur Mas cuando vio en la BBC las primeras cargas policiales, también jugó a favor del independentismo. 

No se podía decir públicamente, pero el hormiguero de cargos, diputados y exdiputados que ese día estaban repartidos por el Palau lo sabían. Muchos no eran conscientes del call center que se había ubicado en los bajos del edificio (la mayoría militantes de ERC) y de los hackers (próximos al entorno de Julian Assange) que habían dormido en la buhardilla. Gracias a ellos se repartieron miles de contraseñas para sortear los ataques informáticos. Estaba todo pensado, aunque apareció el miedo cuando se especuló que podía haber muertos y por un momento se planteó la posibilidad de parar las votaciones. Constataron que era imposible dar marcha atrás. Miles de personas estaban en las calles, a las puertas de colegios y centros cívicos, muchas actuando como escudos humanos ante unos policías y guardias civiles que llevaban días esperando para cumplir unas órdenes que cinco años después nadie quiere asumir públicamente. 

María Dolores de Cospedal fue la única ministra que ese día se desplazó a Barcelona. Cargos del PP catalán hacía tiempo que avisaban al Gobierno de lo que iba a pasar y en la comida que celebraron en el hotel Grand Marina ese día, más de uno lo pensó. Nos lo confesaron al grupo de periodistas que escribimos ‘Toda la verdad’,(Ara) publicado en el 2019, aunque oficialmente siempre han evitado contrariar a la dirección de Génova. Algunos eran partidarios de más mano dura. Otros, los que aún mantenían puentes con dirigentes del independentismo, pensaban todo lo contrario. Pero en Madrid no les hicieron caso porque nunca les escuchan, algo que los populares catalanes llevan con no poca resignación porque ha pasado siempre, estuviera quien estuviera al frente del partido. Aún suena chistoso que Soraya Sáenz de Santamaría presumiera de recibir a representantes de la llamada sociedad civil durante esas semanas previas para escuchar su versión de lo que estaba pasando en Catalunya. Muchos eran los mismos empresarios y periodistas que habían pasado por La Moncloa para explicárselo ya a Mariano Rajoy. 

El 1-O era el plan que tenía el Govern de Puigdemont y salió bien, pero esa misma noche se comprobó que nadie sabía qué hacer al día siguiente. Se ganó tiempo, un par de jornadas, para no dar el resultado definitivo. Habían votado muchos catalanes, más de dos millones de personas, pero era una cifra similar a la consulta del 9-N y eso no permitía ni acelerar ni tampoco frenar. El Govern esa noche vio que estaba atrapado y algunos ya intuyeron que lo peor estaba a punto de llegar.

Se buscaba forzar una negociación, pero a sus votantes no se les había dicho eso. Se les había prometido que se declararía la independencia y que Catalunya pasaría a tener un nuevo estatus que tampoco se había concretado. En realidad había sido una votación sin reconocimiento internacional y menos lo tendría una ruptura unilateral. Pero todo eso no se les había explicado. Un lustro después aún hay dirigentes, cada vez menos, que siguen apelando al “mandato del 1-O” como si por el hecho de repetirlo, existiese. El quinto aniversario sería un buen momento para decirles la verdad aunque haya quien todavía no esté dispuesto a escucharla.

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