Olor a tumba
Cuando el pasado deja de existir, todo está perdonado. Ese es el lema de un tiempo que hoy se revisa desde los márgenes del Canal Único de Información pues los medios oficiales se encargan de evitar el ruido del espíritu crítico.
Durante la Transición, los aparatos del Estado franquista siguieron funcionando después de conseguir la amnistía para un pasado de mierda y sangre; un pretérito que se hizo presente y que con el transcurrir de los tiempos taponaría las cloacas con la guerra sucia. Pero aquí, ya se sabe, la cobardía intelectual ha permitido estas cosas, pues el pseudointelectual de la Transición de lo único que se ha preocupado ha sido de borrar las huellas de los asesinos así como la memoria de los asesinados.
En estos días se habla de Billy el Niño, un torturador de oficio que en los tiempos de gris marengo lucía una gabardina como las que se ponen algunos hombres para repartir caramelos a la salida de los colegios. Cuando la democracia se hizo inevitable, al torturador Billy el Niño le otorgaron su medalla por los servicios prestados. Aunque sólo fuera por este macabro detalle, bien podría afirmarse que la Transición en España no fue modélica pero, como apuntan algunos de los pseudointelectuales bendecidos por la época, ese fue el precio que hubo que pagar –el precio de evitar el recuerdo– a cambio de permitir una democracia con olor a letrina.
Por ello, el caso de Billy el Niño no es original. En la Dirección General de Seguridad (DGS) situada en el edificio del reloj, en la misma Puerta del Sol, los polis competían por ver quién era el más sádico. Cuando la pasma franquista dejó de perseguir rojos, se recicló en otras labores; baste recordar a los miembros de una Brigada Antiatracos que durante los años ochenta se dedicaron a organizar robos a joyerías, arrastrando a pobres diablos a los que luego daban mulé.
Resulta ejemplar el caso de Santiago Corella –el Nani– atracador al servicio de la policía y desaparecido al viejo estilo, en horas de servicio. De igual manera fueron desaparecidos Lasa y Zabala, en el País Vasco, marcando con una línea de cal la razón de Estado. Ahora, que se revisa la Transición, conviene no olvidar tales asuntos, pues olvidarlos significaría comportarnos como esa cuerda de pseudointelectuales que han conseguido hacer del olvido una mercancía con su precio de venta al público.