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Orgullo crocante

Un hombre recoge varios menús infantiles de Telepizza en el barrio de Abrantes

Gabriela Wiener

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Soñé que iba con unos amigos con unas cajas de Telepizza a las puertas del hotel de Ayuso y Sarasola para celebrar el orgullo 2020, con unas mascarillas multicolores como todas las banderas del orgullo, y que cuando abríamos las cajas dentro había escritos gritos de “Ayuso dimisión”, lemas contra la corrupción y la subrogación del gaycapitalismo; todo rimaba más o menos bien, y en las cajas de Telepizza también había fotos con las caras de las abuelas y los abuelos que dejaron morir en las residencias, y de los niños que comieron pizza todos los días de la cuarentena. Y me desperté pensando que era mi idea de activismo perfecto aunque no cambiara nada.

También lo del otro día parecía un sueño pero era verdad: salimos por fin de casa y fuimos a pasear por los campos secos de Buitrago de Lozoya y mis hijos se pusieron tan felices bajo el cielo azul que hicimos ramos de cardos y flores salvajes; y hablamos de irnos algún día a vivir al campo, en realidad soñamos que lo haríamos, y de tener una vaca que se llamara Almendra (en caso de que nos donara su leche sería de Almendra), un caballo Héctor y dos gallinas, Presbítera y Poliamor. Y esa misma tarde empezamos los trámites para el cambio de nombre de mi hije y nunca le había visto tan contente y orgullose. Y pensé para mis adentros: estás aquí para cumplir sus sueños o no estás aquí para nada.

Algunas veces creo que he despertado de la pesadilla de la COVID, pero en realidad no. No puedo disfrutar del desconfinamiento, de la desescalada, ni del orgullo ni de ninguna mierda veraniega, mientras allá en Perú es invierno y no hay oxígeno, y aún mi hermana está encerrada sola con su hijo intentando teletrabajar y no enfermar ni morirse. O mi madre sin poder abrazar a su padre, mi hermoso abuelo de 101 años que nunca ha podido estar encerrado.

El otro día yo no soñé, me soñaron. Nunca presto demasiada atención a alguien que me cuenta un sueño porque suelen ser narraciones que solo divierten al que sueña, pero si yo salgo en el sueño ahí sí me gusta escucharlo. Y en ese sueño yo bailaba y bailaba, y de pronto se me caía la cabeza y rodaba por la pista de baile. Así me siento estos días. Si intento bailar, se me cae la cabeza.

Sé que no lo soñé pero quizá sí que estaba borracha con un grupo de amigas y les dije, “ey chocheras”, como se dice en Perú a las colegas, pocas ganas tengo estos días de hablar de nuestra visibilidad bisexual o bollera, me parece una pijada cuando las pobres, las negras, las marrones, las que limpian encerradas, las que no tienen ingreso mínimo vital, las mujeres trans, siguen siendo el saco de boxeo del mundo pijo, ahora que la cosa se pone cada vez más fea y violenta. Y jugamos a las preguntas trascendentales dándole vuelta a una botella sin vino y si te tocaba el pico, contestabas lo que sea.

Me preguntaron de qué sentía orgullo y dije que de haber sobrevivido. De eso y de haber resistido, de haber curado algunas heridas, de golpear, a veces de tumbar algunos muros o de dejarle unas marquitas. De hinchar la piscinita y llenarla de agua para mi niño y sus amigos. De que el puré de zanahoria me salga dulce y del color naranja más increíble jamás visto, de freír bien la patata, crocante, que es una palabra que usa mi mamá para decir que algo está perfecto. De no hacer nada de esto sola. De eso estoy orgullosa, de nada más.

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