El país en el que habitamos
Hay una España en la que juzgar a un doble defraudador fiscal se considera acoso al emprendedor mientras que enviar un mail tiene categoría de delito penal. En esa misma España, se exime de responsabilidad política -y por supuesto penal- al cargo público que difunde un bulo hasta convertirlo en portada de un diario nacional mientras se sienta en el banquillo a quien desmontó la treta en busca de la verdad.
Es el país en el que si la esposa de un presidente del Gobierno de izquierdas tiene una asistente personal pagada con fondos públicos ha de ser llevada ante los tribunales, pero si la pareja es de un mandatario de derechas y tiene un “chico para todo” -incluso para llevarle las bolsas de la compra-, llega el día en que se le premia sin más mérito que el de ser el pelota de guardia con un escaño en el Parlamento.
Es esa España en la que si el hermano de Sánchez pasa una temporada en la residencia habitual del presidente por los motivos que ambos les plazca es un escándalo, pero si Rajoy traslada a su padre enfermo al Palacio de La Moncloa y contrata con cargo al erario público hasta a tres cuidadores para que le atiendan 24/7 es algo digno de elogiar.
Es la España en la que habita la derecha y proyectan Ayuso y Feijóo. Y es la España en la que existe un brazo armado de la justicia que hace de verdadera oposición. No es la España que madruga sino la que berrea, la que ha hecho suyo el manual de la propaganda nazi y la que ha trasladado el espíritu de Goebbels hasta la séptima planta de la mismísima calle Génova. Sin más proyecto político que el antisanchismo, el PP ha adoptado todas y cada una de las técnicas de manipulación masiva en una perfecta sincronía con sus medios de cabecera, las asociaciones ultras y un puñado de jueces que le hacen el trabajo sucio.
Lo del principio de simplificación y del enemigo único salta a la vista. Para la derecha, sólo hay uno, es el responsable de todos los males del planeta y responde al nombre de Pedro Sánchez. Ejemplo: el gobierno de Israel comete un genocidio contra los gazatíes y suma ya 67.000 asesinatos, pero el culpable es el presidente del Gobierno de España por llamar a las cosas por su nombre y por reconocer al Estado Palestino.
El principio de exageración que aplicaba el ministro de la Propaganda del Tercer Reich, que consiste en convertir cualquier hecho, por pequeño que sea, en una amenaza grave ha sido también una constante desde que Feijóo decidió deslizarse por la senda del aznarismo/ayusismo. Primero se rompía España y ahora es la democracia la que ha estallado en mil pedazos.
El principio de vulgarización no merece ni explicación porque basta con escuchar las intervenciones de Ayuso, del secretario general del PP, Miguel Tellado, o de la actual portavoz parlamentaria, Esther Muñoz. Nunca la política había dado verbos menos floridos y calificativos más salvajes hasta que la inquilina de Sol entró en escena y sus correligionarios de la dirección de Génova jugaron a ser una copia de la pareja de González Amador, alias Alberto Quirón.
Luego está la táctica de orquestación, una de las preferidas del colaborador de Hitler, que consistía fundamentalmente en repetir una idea constantemente desde diferentes ángulos hasta que fuera percibida como una verdad por muy falsa que fuera. La de silenciar responde a la práctica de mutear todo lo que puede favorecer al adversario y desviar la atención sobre otros asuntos. Ejemplo revelador es el de la marcha de la economía, el dato del paro, la subida de las pensiones o la afiliación a la Seguridad Social. De esto no se habla y sí de corrupción, de prostíbulos y de mordidas, como si en el PP no hubiera habido nunca corruptos, puteros y cobro de comisiones ilegales.
Hay muchos más, pero quédense sobre todo con estos, además de con la teoría de los espejos -principio de transposición en el manual de Goebbels-, que es la que explica cómo los partidos y quienes los dirigen construyen un reflejo distorsionado de la realidad para legitimar su discurso. El objetivo: reforzar creencias y prejuicios previos de tal manera que el espejo devuelve a la opinión pública una imagen exagerada de los defectos del enemigo mientras se engrandecen virtudes propias. Cuando el PP habla de la autocracia, del fin de la separación de poderes o de la corrupción sistémica no se refiere a la utilización de la Hacienda Pública en beneficio propio, como hizo su ministro Montoro, ni a la policía patriótica que tejió el beato de Fernández Díaz para espiar a los adversarios o destruir pruebas sobre la corrupción del PP, ni a su afán por controlar la Sala Segunda del Supremo por la puerta de atrás, sino solo a lo que está fuera de sus siglas y desgasta a las de Sánchez.
Todo ello está en la estrategia de la derecha política, mediática y judicial. Y está también en la penúltima pirueta del juez Peinado, quien ha decidido citar el próximo sábado por la tarde a la esposa del presidente del Gobierno y amaga con que sea un jurado popular el que diga si Begoña Gómez es culpable o inocente de un presunto delito de malversación. El último de los cinco ilícitos penales que le ha imputado en estos 18 meses y el único que puede ser juzgado a criterio de nueve ciudadanos sometidos, como lo hemos estado todos, a una implacable campaña de manipulación masiva en la que el sanchismo y todo lo que lo rodea es sinónimo de corrupción.
El objetivo de la treta del magistrado es evitar que un tribunal profesional, con criterios estrictamente jurídicos y no políticos, tumbe la debilidad de sus argumentos y declare inocente a Gómez, que es lo que correspondería en este esperpéntico caso, según criterio de una inmensa mayoría de reputados penalistas. Recuerden: el envío de un email. Ese es el delito y esa es la España en la que habita Feijóo y en la que pretende que habitemos los demás mientras gobierne Sánchez. El día que le toque a él, si es que llega en algún momento, todo volverá a la normalidad.
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