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Con la pandemia, muerto y enterrado el tiempo de la tauromaquia

Tras el tercio de varas y el tercio de banderillas el toro lleva varios minutos perdiendo sangre. Serie 'Sanfermines: matanza en el rudo'. Pamplona, 2015-2016

Ruth Toledano

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Si pudiéramos seguir teniendo fe en la humanidad, si la pandemia y el confinamiento sirvieran de verdad para ese cambio profundo en nuestro comportamiento y nuestros valores al que numerosas voces, pensadores, analistas, se han referido, el Gobierno escucharía a los más de 500 colectivos que le han hecho llegar una carta abierta en contra de las ayudas que está pidiendo el sector taurino, es decir, el lobby de torturadores de animales auspiciados por la ley, escuchados por el ministro de Cultura y legitimados por los despiadados gustos de la más alta instancia del Estado, su jefatura, la Corona.

Ni tauromaquia ni monarquía, tan españolas ambas, ambas quintaesencia de la injusticia y la desigualdad, han sido sometidas a una soberanía popular que, tal como indican todos los sondeos, habría de rechazarlas. Pero ahí siguen, los unos exigiendo dinero público para seguir perpetrando su negocio de sangre, los otros aplaudiendo, consintiendo, humillando a la cultura de paz, especialmente generosa cuando empezaron el dolor y la soledad de la COVID, particularmente golpeada por la incertidumbre sobre su trabajo y su futuro, y por el desprecio del mismo ministro que en su primera intervención ante la crisis se olvidó de músicos y bailarines y cineastas y dramaturgos y fotógrafas y actrices y artistas plásticos y escritoras y cantantes, mientras trasladaba a los medios falacias de otro siglo sobre “la importancia de la tauromaquia como patrimonio cultural, su conexión con la ecología y el medio ambiente, y su importancia en la fijación de población en el medio rural”.

A Rodríguez Uribes no le quedó más remedio que rectificar, poco después, sobre aquel extraño olvido inicial de la cultura que enriquece, ennoblece, enseña y eleva a la sociedad. En fin, sobre las áreas que son el cometido de su cartera. Tras el último Consejo de Ministros, por otra parte, el de Cultura ya mencionó uno por uno a todos esos sectores culturales, pero evitó hacer alusión explícita a la tauromaquia (que como un insulto a artistas y creadores está en su cartera porque allí la coló el PP cuando gobernó). Que no mencionara Uribes a la tauromaquia no significa que no tenga previsto ayudar al sector de la tortura, pero los ha enfadado mucho. Es verdad que no hay mayor desprecio que no hacer aprecio, aunque también es cierto que actuar de manera taimada, con disimulo, puede ser una buena estrategia. Al fin y al cabo, ya les echó el capote con aquellas declaraciones que hacían referencia a su presunta importancia.

Cuando el sector taurino pide al Gobierno un rescate por COVID y muchas ayudas que en realidad ya tiene, cuando lloriquean porque no pueden matar, recuerdo al profesor Jesús Mosterín, antropólogo, filósofo y matemático tristemente fallecido en 2017, que no se andaba con rodeos sobre lo que había que dar a esos indignos pedigüeños: “A los toreros, picadores y otros mequetrefes torturadores hay que darles una beca de formación profesional para que aprendan a ganarse la vida honradamente y no torturando animales inocentes”. Así de simple. Qué mejor vía de reconversión del sector que aprender un oficio noble. Con ello se reconvertiría al tiempo una sociedad que no puede seguir permitiendo esas crueles prácticas, negocio y afición de una minoría. La reconversión de una sociedad que no soporta ni tolera la tortura de un animal inocente supondría una transformación profunda, un cambio evolutivo, un salto civilizatorio en ese comportamiento y esos valores humanos que se han puesto en cuarentena con la crisis del coronavirus.

No habrá manera de tener fe en nuestro país, en nuestra sociedad, en nuestra cultura, si ni siquiera a golpe de pandemia, de dolor compartido, de muertos sin despedida, ni siquiera a golpe de drama laboral, de economías familiares devastadas, de proyectos de vida truncados, somos capaces de conmovernos con el dolor de un animal aterrorizado ante el público, un animal que puede ser un becerro, un cachorro, un animal que trata de huir del horror que le infligen unos tipos armados con hierros, puntas y espadas, un animal que espera la compasión que no llega de quienes aplauden en los tendidos, en los burladeros portátiles, en las aceras ensangrentadas. Ese terror, ese dolor es el que practican y aplauden los taurinos y promocionan los sucesivos gobiernos, incluido, hasta el momento, este Gobierno que lucha contra el dolor común. Ya no es el tiempo de los gustos personales de Carmen Calvo, de José Luis Ábalos o de Rodríguez Uribes. Ya no es el tiempo de esos gustos que comparten, por cierto, con la ultraderecha, que hizo de ellos bandera electoral. Es el tiempo de la compasión, de la solidaridad, de la piedad, del consuelo. Es tiempo de que nuestros niños y niñas, ahora especialmente vulnerables, aislados, encerrados, no sigan siendo pervertidos, engañados por adultos que les transmiten la idea de que torturar y matar está bien.

No. Torturar y matar está mal. Si ni siquiera ahora, en este contexto global de hipersensibilidad, somos capaces de reconocer semejante obviedad, y de hacerlo sin bochornosas excepciones como la de la tauromaquia, no esperemos que cambie nada en nuestra sociedad. Ni con mil años de confinamiento, ni con miles de muertes humanas más. Si el Gobierno no escucha, si sigue aceptando como normal ese horror y escuchando las exigencias de quienes lo propagan, no esperemos que haya menos violencia contra los colectivos vulnerables, ni esperemos no ser explotados por el capitalismo salvaje, ni esperemos que se vaya a salvar el planeta, ni siquiera nuestra errática especie. Nada de eso será posible si no se parte del obvio rechazo a la miseria moral que representa la tauromaquia. Reconozcamos entonces que hemos fracasado definitivamente. Reconozcamos que, si no aprovechamos la ocasión que la pandemia nos brinda para dar por muerto y enterrado el tiempo de la tauromaquia, nada servirá para nada.

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