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Los payasos

Cristina Pardo

Cuando era pequeña, soñaba con trabajar en el circo. Yo quería ser artista. Admiro a los payasos con todo mi corazón. Puede que tenga algo que ver con los genes, porque tengo una prima que al final se hizo trapecista. Mi padre y buena parte de su familia son verdaderos maestros del humor. Humor de todos los colores. Cuentan que mi tío Chaparro, al que apenas recuerdo, imitaba a Franco desde una cama de hospital. Mi abuela, ya muy mayor, se disfrazaba en Nochevieja y se iba con sus amigas –escondidas tras una careta- a pasear por el pueblo. Ella no tenía estudios, pero hizo la mejor definición que he oído nunca de la vida, de la insoportable levedad del ser: “Estaba y se murió”. Mis recuerdos familiares están llenos de frases lapidarias que podría firmar el mismísimo Groucho Marx. Cuando mi primo dijo que pensaba estudiar la carrera de Historia, mi tío le contestó: “¿Y para comer?”. He visto a mi padre llorar de emoción y morirse de risa a la vez mientras le leía una carta, creo que por su 65 cumpleaños. La prueba de que todos ellos aciertan a la hora de enfocar su vida es que, incluso con los ojos húmedos a la salida del funeral, todas las anécdotas sobre el que se ha ido conducen a algo alegre. Admiro tantísimo esa actitud, que espero que todos me la dejen en herencia.

Yo al final cambié el sueño circense por la carrera de Periodismo. Nunca he creído que contar las cosas con el rostro serio le convierta a uno automáticamente en un profesional riguroso. Es más, siempre he pensado que la ironía, el sarcasmo y la mordacidad en la crítica política son más efectivas que un análisis sesudo, que me parece también admirable e incluso necesario. Esas dos formas de mirar y contar la realidad me parecen absolutamente compatibles y, en todo caso, una elección personal. ¿Y a qué viene esta reflexión?, pueden preguntarse ustedes. Es fruto de algo que me ocurre en Twitter cada vez más frecuentemente. Aquellas personas que no están de acuerdo con lo que escribo o con cómo lo escribo, me preguntan –con aviesa intención y, por lo tanto, con el propósito de herir- si soy periodista o cómica. Los que me conocen saben que hay pocas cosas que me puedan hacer más ilusión que esas dos palabras juntas. Pocas cosas me hacen más feliz que ver a alguien celebrar cualquier comentario con una carcajada.

Viendo el panorama político, necesito la ironía para sobrevivir. No puedo tomarme en serio que una empresa pague implantes de pelo a cambio de conseguir una adjudicación. No puedo tomarme en serio la sospecha de que alguien la emprendió a martillazos con el ordenador de un antiguo empleado bien informado. Ni puedo ni quiero. Soy consciente de que hay gente a la que le cuesta entenderlo, pero yo he elegido contar la vida así. Amo a los cómicos. Amo los programas satíricos de información. Amo los monólogos de Buenafuente sobre la actualidad. Amo a los guionistas de Wyoming. Admiro su trabajo tantísimo, que es a eso a lo que aspiro. No quiero ganar un premio Pulitzer. Quiero construir mi vida laboral mirándoles a todos ellos, sin que eso me inhabilite para contar los problemas internos de un partido, una crisis de gobierno o un escándalo de corrupción. Groucho Marx, genio por unanimidad, escribió que “comparado con el esfuerzo de hacer reír, una actuación dramática es como dos semanas de vacaciones en el campo”. Sepan los que me tildan despectivamente de cómica que pienso hacer ese esfuerzo hasta que incluso ellos se tengan que rendir.

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