La paz de las presas, los presos
Si Catalunya fuera una comunidad como Chiapas en el conjunto de la sociedad mexicana y escucháramos a sus representantes políticos e institucionales hablar como han hablado hasta ahora los presos y las presas políticas, estaríamos fascinadas, fascinados, no sólo por su compromiso con la voluntad de paz social sino por su capacidad natural para formular un discurso que la avale y la defienda. Sin crispación, con dignidad y con firmeza.
Si Catalunya fuera la colonia estadounidense de Puerto Rico y finalmente se pudiera establecer la vía para tratar de preguntar a la población si quieren o no dejar de formar parte de un país que es (o ha sido) un imperio y por el que muchas y muchos no se sienten representados, si a pesar de Estados Unidos se hubieran organizado en Puerto Rico manifestaciones cívicas y masivas, durante años, para pedir hacer un referéndum y exigir su derecho a dar su opinión, seguiríamos con atención los hechos y probablemente no dudaríamos en posicionarnos con la isla. O si Catalunya fuera la región kurda de Irak, la corsa de Francia o la Biafra de Nigeria; no estaríamos intencionalmente blindados para no defender sus derechos. No habría una campaña mediática que a menudo nos impidiera pensar en la justicia. Y donde hay quien ve a catalanes, catalanas, verían personas.
Obviamente la situación de Catalunya no es la de Chiapas ni Puerto Rico, ni sus habitantes podemos compararnos con los kurdos ni los biafreños. Pero el discurso de la superioridad y del odio que quiere acallar el grito de paz que emerge de Catalunya parece ser el mismo. Catalunya no es San Marino o el Vaticano dentro de Italia; ni Lesoto dentro de Sudáfrica. Catalunya es una comunidad mayoritariamente blanca, rica, europea, histórica y sin identidad racial, tribal ni identitaria. Por lo tanto, sus deseos a menudo se consideran caprichos; una apreciación que no obedece sino a un prejuicio invertido. Y esto lo complica todo un poco o lo hace más fácilmente manipulable. Según para quien.
Como sea, es un problema porque como la mayoría de ustedes ya saben lo que ahora se llama 'la cuestión catalana' (cada vez más cercana al 'problema vasco', como expresión), no es personal. Nunca lo ha sido. Aunque pretenderlo se haya convertido en la trampa política que nos imponen medios y partidos desde hace años. Pero no es personal. Al contrario. Parece absurdo tener que recordar (y probablemente lo sea en un medio como éste) los lazos de la ciudadanía catalana y la española. Los vínculos de convivencia, afecto, cultura e historia. Hemos sido uno formado por dos (¡o por tantos!) durante muchos años y muchas, muchos de nosotros sentimos un amor inmenso por España. Yo, entre ellas. Es un país en el que me siento en casa, con el que me identifico y del que me siento parte; algo que es difícil que ocurra en un país que no sientes propiamente como el tuyo. Porque desde que tengo memoria, cuando salimos de Catalunya hacia la península en casa decimos: voy a España. Sin desprecio, con absoluta normalidad. Y hemos sabido vivir esa dualidad sin que nos provoque ni provoque al resto del Estado nada incómodo. Hemos sabido ser catalanes y españoles a la vez. Y nunca había sido un problema hasta que se nos ha querido convencer que una sensación de pertenencia tiene prioridad sobre la otra. La que sea.
Si hiciéramos un referéndum sabríamos realmente qué es lo que en conjunto sentimos. Fuera de eso, decir quien es mayoría es muy complicado. Aunque yo diría que es probable que ganara la independencia. Y eso que yo, como Raül Romeva, no era independentista hace años. Y todavía hoy, si me preguntaran sobre una República Española siento que quisiera formar parte de ella. Es más, si un día nos independizamos yo quisiera mantener mi ciudadanía española para seguir manteniendo esta relación íntima y personal con España; mi otro país. Pero priorizaría, siempre, una república. Yo quiero un país sin monarquía ni corte. Y no veo que España consiga todavía librarse de esa lacra. Catalunya sí. La Catalunya republicana, que es de derechas, de izquierdas y de centro; de todos los colores; religiosa y atea y y agnóstica; habla catalán, castellano o árabe o francés o alemán o hindi; es conservadora y antisistema; y no encuentra otra cosa que la una que el proyecto de formar un país sin rey; sí. Esta Catalunya sí está preparada para vivir en un país más libre, no sólo sin monarquía sino sin el paripé monárquico ni su condescendencia ni su incuestionable poder ni su manera de permear en tantas y tantas formas que modifican nuestro día a día.
¿Tan importante es para ti no tener rey?, me preguntaron hace poco. Y sí, es fundamental. No quiero que mi hija crezca súbdita de una monarquía; no quiero que normalice su arrogancia y su sagrado poder heteropatriarcal; no quiero que la única vez que no haya súbdita es porque era ciudadana en una dictadura, como yo; ni que vea como en su casa alguien que se llama socialista tenga que inclinar la cabeza ante un señor alto y de derechas y nadie lo haya impedido. Me molesta. Y eso sí es personal. Odio ser súbdita.
Pero eso no significa que estemos tratando de construir un paraíso ni que nos sintamos preparados para ser un país mejor. Significa que queremos intentarlo y que algunas catalanas y algunos catalanes, que probablemente alcance el 80% de la población, queremos dar nuestra opinión: dárnosla, las unas a los otros. Como lo quiso hacer aquel socialismo extinto que nos dio esperanza y nos preguntó sobre la OTAN o los zapatistas cuando se levantaron en rebelión en el sur México. Queremos preguntarnos y contestar. Nosotras, nosotros. Porque es de nuestra nacionalidad de la que estamos hablando y nos parece más sensato preguntárnoslo a nosotras y a nosotros. De sentido común.
Yo tengo muchas amistades y familia que votarían que no. Tengo familiares, amigas y amigos que defienden a partidos de derechas desde Catalunya; otros que no conciben alejarse del Partido Socialista y otras más que quieren votar que no desde una izquierda hacia la que me siento atraída. Pero la gran mayoría quiere votar. Por una cuestión de dignidad, ahora ya. De respeto. Porque nos molesta que esta dualidad inofensiva que hemos sido siempre y en la que hemos crecido la estén sujetando por los pelos para convertirla en el racismo de los que se han agarrado para hacer política miserablemente unas y otros. No, está no es la Catalunya que somos. No solo quienes queremos la independencia, sino el grueso de la ciudadanía. Este es un país pacífico, dialogante y esencialmente tranquilo. Y sabemos que lo que le ocurre entre Catalunya y España, no es personal. Es variado, diverso, antiguo o moderno, difícil o hermoso, complejo, sencillo o lento; pero no personal. Y además, porque nos entristece profundamente ver a personas de paz siendo juzgadas con esa solemnidad y esta soberbia. Nos entristece escucharlos hablar de algo que en una gran parte de Catalunya y de España siempre ha resultado obvio como si ahora fuera absolutamente punible. Nos entristece que personas que nos parecen antiguas y que por las que no nos sentimos representadas (ni siquiera en sus modos) puedan sentar a gente de paz, activistas sociales, políticos y políticas preparadas y dialogantes, en un banquillo para preguntarles: ¿Es verdad que quería usted otra cosa que la que está establecida? Sí, obviamente sí.
Y espero que ese 'sí' sea la respuesta mayoritaria frente a muchas otras cosas. Claro que queremos cosas distintas que las que están impuestas. Lo está escribiendo esta mujer, madre monomarental, artista, activista, de 48 años y divorciada, madre de una hija que no quiero que tenga un rey. ¿Se imaginan donde estaría yo si las generaciones de mujeres y que me preceden no hubieran dicho “sí, queremos una cosa distinta”? Mi abuela de 94 años (a quien llevé a votar en silla de ruedas), sabe que sí y por suerte me recuerda constantemente que esta libertad que hemos ganado tenemos la obligación de usarla. No es la única. Lo sabemos. No dejemos que la histeria mediática y política nos haga olvidar lo que sí somos. Esta voluntad de paz, esta voluntad constante de cambio.