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Pecado original

El presidente de Vox, Santiago Abascal, pasa por delante del presidente del PP, Pablo Casado

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Anda estos días revuelta la política por cuenta de Vox, sobre todo tras el incidente que llevó a suspender en la SER un debate de candidatos a la presidencia madrileña. De repente, ciertos círculos bien alimentados que llevan tiempo practicando con ínfulas aristotélicas la equidistancia entre “los extremismos” y clamando como loritos contra “la polarización”, sin detenerse a analizar la semiótica que encierran ambos términos en el contexto político español, han comenzado a preguntarse si no “hemos” (en plural, para que la culpa sea colectiva) sido demasiado permisivos con Vox, si no es hora de aplicarle un 'cordón sanitario', si hemos cometido un error abriéndole los micrófonos de las emisoras o las páginas de los diarios, etc, etc, etc. O, más bien: bla, bla, bla.

Hasta ahí llegan. A centrar la crítica en Vox y exigir con aspavientos de estadistas un debate “serio y profundo” para evitar que “los extremistas” destruyan la democracia aprovechándose de los resquicios que esta les brinda. Pero no. Que se dejen de historias. El problema no es Vox. O si se quiere, Vox no es el problema principal. Partidos de ultraderecha y neofascistas hay también en otros territorios de Europa, lo cual no es, por supuesto, un consuelo. Pero, al menos en aquellos países con los que solemos compararnos para tantas cosas, esas organizaciones son aisladas y despreciadas por el conjunto de los demócratas, incluidos los partidos conservadores. Aquí, en cambio, Pablo Casado le declaró la guerra a Santiago Abascal solo porque osó desafiar su poder al presentar una moción de censura contra el presidente Sánchez, pero el PP sigue gobernando con los apoyos de Vox en diversos territorios y es probable que lo haga también en Madrid si Ayuso no consigue los escaños para gobernar en solitario. Es más, no me cabe duda de que el propio Casado contaría con esos apoyos si los necesitase para llegar a la Moncloa.

El problema de fondo en España no es que haya surgido un partido abiertamente hostil a los valores democráticos, sino que se haya pretendido construir una democracia sin haber definido con claridad esos valores. Se dice que la Transición fue la única fórmula posible para hacer el tránsito de la dictadura a un sistema de libertades en una coyuntura marcada por el ruido constante de sables, y no dudo de que sea cierto. Los timoneles de la Transición confiaron en que las cosas se normalizarían con el paso del tiempo y con una Constitución que establecía de modo inequívoco el carácter democrático del Estado. Pero ese “pasar página” sin la menor reflexión sobre el pasado, que eludió dejar firmemente sentados algunos fundamentals, como dicen los norteamericanos –el primero, que no es lo mismo defender un Estado de derecho que alzarse contra él–, explica en no poca medida lo que estamos viviendo hoy. Y de esto no le gusta hablar a algunos. Porque no les resulta cómodo. O porque les parece aburrido. O porque temen que los confundan con los “extremistas” a los que tienen la misión sacra de combatir. 

Explica, entre tantas cosas, que un ministro del PSOE invitara a veteranos de la falangista División Azul a desfilar un 12 de Octubre junto a viejos defensores de la República, dizque como símbolo de reconciliación. O que un ministro del PP condecorara por “heroísmo” a uno de esos falangistas que participaron junto al ejército nazi en una batalla contra la Unión Soviética. O que la derecha tache de “ilegítimo” a un gobierno elegido en las urnas. O que algunos, desde una pretendida moderación, no aprecien diferencias entre un partido de izquierda radical que, por mal que caiga a muchos, ha mantenido una actitud irreprochable en términos constitucionales y otro que incita al odio contra menores inmigrantes con recursos de propaganda nazi, que criminalizan a todos los magrebíes por los delitos que cometen unos pocos, que defiende el legado de Franco o que considera “de los nuestros” a unos militares retirados que sugieren fusilar a la mitad de los españoles que piensan distinto. Y explica, ahora, el blanqueo de Vox.

El filósofo Theodor Adorno, a quien cité en una columna anterior, decía en los años 60 que no le preocupaban tanto los movimientos neonazis en Alemania como el pensamiento nacionalsocialista que permeaba las instituciones. Que la mayor amenaza no eran los grupos que actuaban contra la democracia, sino en la democracia. A diferencia de la Alemania actual, donde el partido democristiano CDU es el principal muro de contención contra la derecha extrema, o de Francia, donde Macron mantiene firmemente a raya al Frente Nacional, en España el PP se alía con Vox y lo introduce en las instituciones. Y lo hace sin el menor recato, porque hace más de cuatro décadas no quedaron bien arraigados en la sociedad algunos principios esenciales que permiten asumir la democracia no como un simple mecanismo de elección de gobiernos, sino como una forma de entender el mundo, como una cultura fundamentada en determinados valores. De aquellos polvos de ambivalencias y silencios vienen estos lodos.

Así que dejémonos de cuentos. El problema no es Vox. O si se quiere, no es solo Vox. El problema de fondo, pero no por ello insuperable es de confrontación con la historia. Buena parte de la solución depende del PP. De que el partido fundado por Manuel Fraga haga por fin su Transición y pueda transmitir con nitidez a los suyos que se acabaron las ambigüedades sobre la democracia.

Pero no hay muchos motivos para creer que la cosas cambien en un partido donde, según una encuesta publicada este miércoles en El País, casi ocho de cada diez votantes apoyan que se pacte con Vox en Madrid.

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