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El precio de la desmemoria

Horkheimer y Adorno se saludan en Heidelberg, en 1964

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Cuando José Luis Rodríguez Zapatero promovió, hace 14 años, la Ley de Memoria Histórica, se armó la de dios. El PP y una parte del viejo PSOE increparon airadamente al presidente por remover irresponsablemente el pasado en vez de dedicarse a solucionar “los problemas que preocupan a la gente”, como le gustaba decir a Mariano Rajoy. Zapatero fue acusado de fomentar la división entre los españoles, de actuar movido por la venganza, de carecer de visión de estadista. Sin embargo, los acontecimientos posteriores, y muy en particular el momento político que hoy vivimos, han venido a darles razón al expresidente y a quienes llevan muchos años repitiendo que sin un ajuste sincero de cuentas con el pasado no se podrá afianzar la democracia ni garantizar a largo plazo la convivencia en España.

En los años 60, el discurso oficial en la República Federal Alemana pretendió soslayar el recuerdo del nazismo con el argumento de que había que mirar adelante. Y eso era lo que anhelaba la mayor parte de los alemanes: salir económicamente a flote tras el derrumbe del III Reich y no enfrentarse a un pasado vergonzoso que dejaría a muchos en una situación incómoda. Se alegaba que los juicios de Nüremberg, desarrollados por las potencias aliadas al término de la guerra, habían zanjado con creces el capítulo más terrorífico de la historia moderna de la humanidad. Por fortuna, algunos personajes se resistieron a hablar de lo que 'importaba a la gente' y forzaron a Alemania a mirarse a su escabroso espejo, lo que permitió finalmente construir una memoria colectiva y establecer unos valores inequívocos sobre el significado profundo de la democracia.

Uno de ellos fue Theodor Adorno, cuya obra bien merece ser desempolvada en estos tiempos viscosos. En su ensayo ¿Qué significa superar el pasado?, el filósofo alertó de que en Alemania no se buscaba reelaborar y asumir con sinceridad el pasado, sino “trazar una raya final sobre él, llegando incluso a borrarlo, si cabe, del recuerdo mismo”. Equiparó esa actitud, nada más y nada menos, a la del demonio del Fausto de Goethe, cuya máxima aspiración era la destrucción del recuerdo. A su juicio, en el camino hacia una “humanidad sin recuerdo” jugaba un papel activo el impetuoso capitalismo moderno, uno de cuyos máximos exponentes, Henry Ford, se regodeaba diciendo que “la historia es una charlatanería”.

Adorno advirtió con inquietud de que la “atrofia de la conciencia de continuidad histórica” hacía que Alemania asumiera la democracia simplemente como un sistema que funciona, como podría ser cualquier otro en una coyuntura dada, y no como una “expresión de la emancipación del pueblo, de su mayoría de edad”. “A menudo se encuentra uno en Alemania ante la singular opinión de que los alemanes no están maduros para la democracia”, observó.

La falta de una confrontación seria con el pasado se puso de manifiesto en la evolución de la política internacional, al aflorar en Alemania una corriente de pensamiento que “parece justificar a posteriori la agresión de Hitler a la Unión Soviética”. “Entre el tan traído y llevado 'ya lo dijo Hitler' y la extrapolación de que también en otras cosas tenía razón no hay más que un paso”, alertó el filósofo, para quien el pulso de Occidente contra el bolchevismo estaba permitiendo “camuflarse” como luchadores por la libertad a quienes esta importaba tanto como a los soviéticos. ¿Les suena?

Para Adorno, el problema en Alemania no era tanto la aparición de grupúsculos neonazis, como la impregnación de la ideología nacionalsocialista en las estructuras de poder. “La supervivencia del nacionalsocialismo en la democracia es potencialmente mucho más amenazadora que la supervivencia de tendencias fascistas contra la democracia. Cuando se habla de infiltración se habla de algo objetivo: si figuras sospechosas hacen su retorno a posiciones de poder, es exclusivamente porque las circunstancias les son favorables”, apuntó.

Vale la pena leer a Adorno estos días en España, y que cada cual decida si hay algo que debamos aprender de su ensayo sobre la superación del pasado. Sí, tranquilos, lo sé: “guardando las diferencias” entre uno y otro caso.

Aquí, un partido que surgió de las entrañas del franquismo, que votó dividido la Constitución y que se ha opuesto de modo sistemático a las extensiones de las libertades infla su pecho al grito de “comunismo o libertad”, a sabiendas de que es el fascismo rampante, no el desarbolado comunismo, la principal amenaza que se cierne hoy sobre el mundo civilizado. Y a sabiendas también de que en España los comunistas lucharon contra la dictadura y, cuando llegó el momento de apuntalar la democracia, apoyaron por unanimidad la Constitución. ¿Imagina alguien a Merkel gritando “comunismo o libertad”, pese a que ella tendría muchos más motivos de resentimiento contra el comunismo que Casado o Ayuso? Claro que no: a la canciller alemana, como a cualquier demócrata sensato, lo que le preocupa hoy es el empuje del fascismo.

Tenemos además otro partido que defiende el legado de Franco, que considera “de los nuestros” a exmilitares que hablan de fusilar a la mitad de la población por sus ideas y que promueve abiertamente la xenofobia y el racismo. Aquí un gobierno condecoró, porque le salió de las narices, a un falangista de la División Azul que luchó junto a los nazis contra los soviéticos. Y aquí se ha pretendido instalar la confusión sobre el reparto de culpas del pasado, “como si Dresden hubiera amortizado Auschwitz”, en palabras de Adorno, quien describía de este modo los intentos por unir en una misma categoría el bombardeo aliado sobre la ciudad alemana y los crímenes de los campos de exterminio.

El filósofo alemán observó con preocupación que en su país estaba extendida la opinión de que los ciudadanos no estaban maduros para la democracia. En España, casi medio siglo después de la muerte de Franco, ciertos círculos de poder consideran que los ciudadanos serían incapaces de gobernarse sin la sombra protectora de una autoridad superior exenta de control democrático (en este caso el monarca) y que no están preparados para conocer nunca la historia que guardan los documentos reservados del Estado.

De todo esto hablaba Theodor Adorno cuando reflexionaba sobre la necesidad de superar genuinamente el pasado.

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