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Opinión - ¿Y ahora qué? Por Marco Schwartz

El periodismo venal y la Operación Cataluña

Mariano Rajoy y Jorge Fernández Díaz, en una imagen de 2016.

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No soy corporativista. No creo que toda crítica a un periodista o un medio de comunicación sea un intolerable ataque a la libertad de prensa. Los periodistas tenemos el privilegio –delegado por los ciudadanos– de participar en los debates públicos, e igual que criticamos podemos ser criticados. Por lo demás, somos seres humanos, susceptibles de cometer errores.

Lo peor en mi oficio, lo auténticamente nauseabundo, es cuando los periodistas difunden informaciones falsas a sabiendas de que lo son. Cuando su ideología –y todos tenemos una– los lleva a presentar como un hecho cierto y contrastado lo que no es sino un embuste. Y precisamente esto, la abyecta complicidad de cierta parte de mi gremio, es lo que más me duele de la guerra sucia que el Gobierno de Rajoy libró contra el independentismo.

Por mucho menos que lo que hizo el ministro Jorge Fernández Díaz, con la muy probable aquiescencia de Rajoy, tuvo que abandonar Richard Nixon la presidencia de Estados Unidos. En España, sin embargo, no hay en marcha ni una instrucción judicial al respecto; tan solo el pasado lunes, a raíz de las informaciones publicadas estos días por La Vanguardia y elDiario.es, la fiscalía se atrevió a abrir una causa. Parece que la idea de que el fin –la destrucción de los satánicos independentista– justifica los medios –el uso partidista y torticero de los aparatos del Estado– es hegemónica en España. A eso algunos lo llaman una democracia plena y ejemplar.

Las informaciones de La Vanguardia y elDiario.es documentan algo que muchos sospechábamos: Fernández Día organizó una clandestina Policía Patriótica para crear informes falsos sobre imaginarias fechorías de los independentistas. Informes que se hacían llegar a fiscales y jueces igualmente patrióticos. Pícaros con toga y puñetas a lo García Castellón, convencidos de que pueden hacer lo que les dé la gana porque, para eso, ganaron unas oposiciones, se arrimaron al calorcito del PP y recibieron mamandurrias públicas y privadas.

Pero sobre todo, esos dosieres podridos se enviaban a determinados medios, auténticas terminales mediáticas de las cloacas del Estado, que los publicaban tal cual, sin la menor verificación. Era por una buena causa: la sagrada unidad de España.

Un mecanismo semejante se usaba contra Podemos, que ponía en cuestión el carácter oficialmente intachable del régimen del 78, y también contra Bárcenas y todos aquellos que amenazaran con tirar de la manta de la corrupción del PP. Calumnia, que algo queda. 

A los que sabemos que las cloacas del Estado existen y sirven para lo que sirven, no puede sorprendernos la Operación Cataluña. Salvo tal vez por la obscena grosería de su manufactura, solo explicable por el sentimiento de impunidad de sus autores.

En la España del siglo XXI se considera absolutamente natural que haya policías, jueces y periodistas venales. A mí no me parece tan natural, y me duele en particular que mi oficio haya caído en este pozo. Me indigna no solo la existencia de terminales supuestamente periodísticas de las cloacas del Estado, sino también, y sobre todo, la desvergüenza con la que buena parte del mainstream mediático asumía sus embustes. Periódicos en papel, radios y televisiones que se precian de su profesionalidad reprodujeron acríticamente muchas de las trolas sobre los independentistas y los podemitas confeccionadas por maderos más chungos que un billete de tres euros y publicadas en tabloides más ultras que El Alcázar de 1981.

“Publica por si acaso”, tal debía ser el espíritu de los responsables de los medios que daban pábulo a las patrañas. “No vaya a ser que nosotros seamos los únicos en no darlo. Tú cita al panfleto que lo saca y con eso ya te blindas. Si la cosa no es así, tiempo habrá de corregir, si es que es menester. En todo caso, esos independentistas y esos podemitas no son trigo limpio”.

Lejos van quedando los tiempos en que, salvo excepciones manifiestamente amarillas, el periodismo consideraba sagrada la idea de que más vale no dar una información que dar una falsa. Tal principio parece quedar reservado hoy para un sector minoritario de nuestro oficio.

El periodismo mainstream se ha ido contaminando con la primacía del espectáculo, la tiranía de la audiencia y el servicio a poderes oscuros. Hasta el punto de convertirse en muchas ocasiones en un género de ficción, y de ahí su creciente descrédito ciudadano. Siempre existió un periodismo sensacionalista y partidista como el de William Randolph Hearst, ya lo sé, pero, por popular que fuera entre sectores funcionalmente analfabetos, la mayoría de la profesión lo contemplaba con desprecio y abominaba de sus métodos. Las noticias, pensaba esa mayoría siguiendo a Pulitzer, hay que contrastarlas muy bien antes de publicarlas.

El periodismo no consiste en airearlo todo, el periodismo consiste en verificar a fondo las decenas de supuestas informaciones que un profesional o un medio recibe cada día, como hicieron meticulosamente los compañeros del caso Watergate. No en difundir de inmediato cualquier cosa porque es llamativa, porque entretiene a tu público o porque daña a alguien al que le tienes mucha tirria, y luego ya se verá.

Entretanto, ¿quién repara a las víctimas de las calumnias del periodismo de ficción? ¿Cómo se las compensa del daño reputacional, el dolor sufrido y las oportunidades perdidas?  

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