Piñata de cafres
Un día, Santiago Abascal dio una entrevista en el diario argentino Clarín, aprovechando que fue a apoyar a Milei, en la que dijo que a Sánchez “habrá un momento dado que el pueblo querrá colgarlo de los pies”. Justamente 21 días después, se cumplió su profecía (o idea original). Con una diferencia, al presidente del Gobierno se le colgó este domingo de la cabeza y se le apaleó simbólicamente con un muñeco, en el transcurso de unas sombrías campanadas convocadas a las puertas de Ferraz. Las uvas eran de la ira, el matasuegras era de pólvora ideológica, los gritos eran de entusiasmo resentido. Los deseos para el nuevo año, acabar con todo, porque está todo mal. También el PP recibió lo suyo en el cotillón ultra. Porque allí no vale acabar con el gobierno de izquierda, se propone acabar con el sistema conocido y dar un salto al abismo para llegar a un lugar donde manda el pueblo –sea este quien ellos dicen que sea– y, si hace falta, se sangra en vivo por la patria, sea eso unos colores o un concepto.
En esa fiesta iniciática donde se hermanaron los más opositores a la democracia se traspasó un límite más. Habíamos visto la violencia molotov de unos ultras en las barricadas de Ferraz, pero nadie parecía conocerlos ni identificarse con ellos. De hecho, allí mismo vimos a Ortega Smith arrogándose el papel de casco azul frente a un paciente antidisturbios que le aguantó la turra de ‘otro que ha hecho la mili’. El mismo pacificador Ortega que semanas después se encaró violentamente contra un concejal y le agredió con un legajo de papeles, toda una metáfora: la palabra escrita como palanca del golpe. La música diaria que acompaña a esta procesión de odio son los insultos políticos y apelaciones salvajes a una España que no es cierta aunque sea imperfecta. De momento hay leyes, sale agua de los grifos, llegan los autobuses, se pagan las nóminas, hay médicos y hospitales abiertos y se puede denunciar lo que uno quiera a la justicia. Se desconoce si los chicos de Revuelta o en Vox tienen un plan estratégico mejor.
Esta Nochevieja se dio un paso más en el aquelarre, pasando a la violencia simbólica contra el jefe del Gobierno y contra unos pactos políticos que pueden ser criticables pero son perfectamente democráticos y legales. Allí se colgó a una persona, aunque de manera metafórica, y se dio la vez para darle con un palo por sus ideas. Si es un delito o no incitar a una violencia que venía incitada ya de antes es algo que se deberá decidir técnica y jurídicamente, pero es inquietante ver cómo el gatillo de la palabra hace un recorrido tan directo a la acción de personas que están siendo permanentemente apeladas y caldeadas y que están dispuestas a pasar a la acción violenta. Lo vimos antes, en campaña electoral. Cuando el PP achacó a Correos un posible tongo electoral y acabaron agrediendo a un cartero. O cuando lanzaron sus carros contra TVE y en las concentraciones agredían a sus equipos de periodistas. Desde Vox constantemente apelan a una especie de guerra cultural, política y odiosa. Entre 47 millones de personas siempre habrá gente tentada y gustosa de sublevarse, sobre todo si se les llama todos los días a rebato y se les califica de valientes.
Valiente es otra cosa. Como la policía, de izquierdas o derechas, que acude a medianoche a las llamadas de auxilio. Jenni Hermoso denunciando una pirámide anquilosada de machismo. Quienes firman todos los días contratos públicos para que el país no se pare. Las profesoras de escuelas infantiles que cobran poco y cuidan mucho. Las mujeres que consiguen sobrevivir a la violencia, de clase alta y clase trabajadora. Los profesores liberales o progresistas que no desisten y quieren meter en el ascensor social a todos los que quepan. Quienes investigan para que el mundo sea más seguro y las enfermedades, menos mortales. Las que limpian escaleras, voten lo que voten, para que sus hijas y sus hijos estudien una carrera... Esa es la nochevieja de los valientes. Lo del 31 fue, simplemente, una piñata de cafres.
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