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Polaroids de intimidad extraordinaria

Marcos Aramburu, Pedro Rosemblat, Ivana Szerman, protagonistas de Gelatina.

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De todos los textos relativos a la coyuntura electoral que circularon en el último mes (y, créanme, aunque no los produzca ni los reseñe, yo consumo muchísimos), el único que me cautivó fue la Fábrica de jingles. La Fábrica de jingles llegó al diario El País de España, así que no creo que haya muchos lectores de mi columna que no la hayan visto pasar en Internet, pero por si hiciera falta contar de qué se trata lo cuento: en el canal de streaming Gelatina, los conductores Pedro Rosemblat, Ivana Szerman y Marcos Aramburu invitaron a la audiencia a mandar jingles de campaña para cualquier candidato, en una sección que por supuesto tiene algo profundamente contemporáneo pero que a mí me hizo acordar más a algunas secciones de programas de radio de otra época en las que se le pedía a la audiencia que aportara anécdotas o chistes, y en las que era entonces la gracia de los oyentes (y no la de los conductores, que dan un elegante paso al costado) la que sostenía el valor del segmento. Se suele suponer que el mundo del streaming es mucho más interactivo que el de la vieja radio; sin embargo, en mi experiencia limitada como consumidora de esta época de influencers y nombres propios en la que la gente ni sabe cómo se llaman los programas, no es del todo común ese protagonismo de los públicos.

Supongo que la cosa podría haber salido mal, caso en el cual hubiera durado una o dos emisiones hasta ser reemplazado por alguna otra clase de contenido; podría haber sucedido que nadie mandara nada, o que nadie mandara nada gracioso, que la gente no se tomara en serio el juego y solamente llegaran audios mal grabados de personas muriéndose de risa de sus propios chistes; podría haber pasado, también, que los envíos fueran dominados por cánticos militantes con más devoción que ingenio. Por lo que sea, nada de eso ocurrió: en todas las emisiones hay al menos uno o dos jingles auténticamente buenos. Hay jingles para los candidatos de todo el arco político desde Myriam Bregman hasta Javier Milei, y en muchos casos es casi imposible discernir en qué medida se hicieron con ironía y en qué medida con convicción. El programa y sus conductores tienen un posicionamiento político claro y conocido (Rosemblat llegó incluso a presentar una candidatura luego dada de baja en el peronismo). Pero aunque jamás lo ocultan ni lo ponen entre paréntesis (de hecho, es parte de lo divertido la ligera incomodidad que a veces generan las canciones contra los candidatos que los conductores prefieren, y que ellos toleran con iguales dosis de liviandad y estoicismo), ese compromiso no interfirió ni en la diversidad ni en la frescura de la Fábrica de jingles, que al menos a mí me llegó recomendada por amigos de las preferencias políticas más dispares.

Además de que me resultó sencillamente divertida, la Fábrica de jingles me interesó como regreso del humor político, un tipo de discurso que en los años de mi vida adulta, siento, había retrocedido bastante. Me intrigan las condiciones de esta reaparición; si para volver a reírse de las propias convicciones hay que estar muy bien, o al contrario, si hay que estar muy mal, si la capacidad de reírse de lo importante es un síntoma de descreimiento o de sabiduría, de apertura o de repliegue, o ninguna de todas. Tiendo a creer que la gente subestima y sobreestima al humor por igual: hay algo así como un malentendido fundamental en relación con la posibilidad y la necesidad de reírse de las cosas importantes. De un lado están quienes creen que el humor tiene que tener límites, que hay cosas o momentos en los que no se puede hacer chistes, como si importante fuera sinónimo de sagrado y la solemnidad fuera una condición necesaria del respeto. Pero, muchas veces, la defensa del humor contra estos límites suele tomar una forma igualmente equivocada, cuando se dice que es importante no tomarse en serio a una misma, saber que el humor es solo eso, solo un chiste. El problema de esa línea argumental es que no entiende que efectivamente los chistes son importantísimos, que los componentes cognitivos y no cognitivos que los chistes ponen en circulación son densos, que los chistes no son importantes porque sean una forma de restarle importancia a las cosas sino porque son otra forma de intimidad con las cosas.

Esto último lo pensé porque estoy traduciendo On the Inconvenience of Other People (“Sobre la inconveniencia de otras personas”, o “Sobre la inconveniencia de las demás personas”, o “Sobre la inconveniencia del resto de la gente”: todavía no me decido), el último libro que llegó a escribir la filósofa Lauren Berlant, publicado poco más de un año después de su fallecimiento, y justo en las últimas semanas llegué a la parte en la que se dedica explícitamente a esto, a la política emotiva de los chistes. Berlant se monta en el célebre análisis freudiano del mecanismo del chiste y la tradición que dicho análisis inaugura, pero a Berlant le interesa mucho más la dimensión vincular del chiste que la relación del humor con la conciencia y el inconsciente. Más que pensar en lo que el humor revela o des-reprime, entonces, Berlant subraya esa intimidad transitoria que los chistes (en sentido amplio: chistes, ironías, cualquier paréntesis ingenioso que se introduce en la conversación, sea la cotidiana o la que se da entre un profesional y una audiencia) producen entre quienes lo hacen y quienes los entienden.

En español tenemos la diferencia entre reírse-de y reírse-con; en inglés también existe esa diferencia, en la contraposición entre laughing-at y laughing-with, pero hay una frase más adecuada para el análisis de Berlant, a la que ella efectivamente le saca el jugo, que es la de to be in on the joke, algo así como “estar adentro del chiste”. No todos los chistes se ríen explícitamente de alguien, pero todos los chistes, piensa Berlant, crean un adentro y un afuera, y no solamente por quién sea el tema del chiste: muchas veces nos molestan chistes que no hablan de nosotros, pero de hecho crean un adentro en el que no nos reconocemos. Me parece un buen lenguaje para entender por qué a veces un chiste “políticamente incorrecto” sí funciona, aunque nos incomode (porque apela a un adentro en que nos reconocemos a nuestro pesar), y por qué otras veces, tal vez la mayoría, no funciona, porque en realidad es solamente un discurso de odio disfrazado de chiste que no logra organizar un mundo, ni siquiera un mundo horrible. 

Pero quizás estoy hablando demasiado del afuera, y justamente, en realidad, lo que más le importa a Lauren Berlant, lo más atractivo de su análisis, es lo que sucede cuando sí estamos adentro del chiste, cuando el chiste sí logra funcionar y produce entonces una intimidad volátil que no podríamos ni querríamos habitar para siempre, pero que nos cobija por un rato; igual, explica Lauren Berlant, que el buen sexo con alguien, una especie de burburja poderosísima para habitar durante un instante más allá de lo que suceda después. La dificultad fundamental del humor político, supongo, es que trabaja con un lenguaje que ya es el mismo constructor y destructor de mundos, un material que explícitamente organiza inclusiones y exclusiones que se sostienen en el tiempo, más allá de la intimidad instantánea del chiste. Para funcionar, el humor político necesita trabajar a la vez con lo blando y con lo sólido, ser juguetón sin escaparse de lo importante. Igual que el buen sexo: más que sorprendernos de que no pase más seguido deberíamos disfrutar lo excepcional y milagroso del encuentro.

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