La privatización de la verdad
El humor es el mejor instrumento para explicar las realidades más deprimentes. O para soportarlas. Los reclusos que iban a morir en Auschwitz bromeaban sobre su futuro como jabón. Dictaduras como la soviética o la franquista generaron chistes magníficos. Pocos meses antes de la muerte de Franco, la revista “Hermano lobo” publicó una portada conocidísima, inmortal. Un político del momento habla desde el estrado: “¡O nosotros o el caos!”. El público responde al unísono: “¡El caos, el caos!”. Y el político: “Es igual, también somos nosotros”.
Las sociedades occidentales, entre ellas la española, están muy lejos de ser dictaduras. Al menos de momento. Pero atraviesan una realidad inquietante. Recurriré a unas frases de un monólogo de Ricky Gervais, uno de los tipos más lúcidos de nuestro tiempo. Quizá por eso se dedica al humor.
“¿Cuántos asiáticos hay en el Reino Unido? ¿Un 5%? Está claro, son una minoría. ¿Cuántos LGTBI? Pongamos que un 5%, los pobres están en minoría, hay que protegerlos. Yo soy un hombre blanco, heterosexual y multimillonario. ¿Saben cuántos somos? ¡Menos del 1%! Y no escucharán de mí una sola queja”.
Este párrafo sugiere de forma elegante algunos de los problemas que entrañan ciertas formas de luchar en favor de las minorías. Sobre todo cuando, como ahora, estas formas de lucha promocionan los sentimientos identitarios. Advierto de que, a partir de este punto, el contenido de este artículo puede resultar ofensivo para algunos lectores.
Dado que la naturaleza es el mayor mecanismo discriminatorio que conocemos, me parece que los humanos estamos obligados a hacer todo lo posible para evitar o, al menos, reducir la discriminación. Ese es un mandato constitucional, en España y en muchos otros países. El problema empieza cuando se hace mucho hincapié en lo que distingue a unos de otros, y poco en lo que nos une.
Un ejemplo ya clásico es de hace medio siglo, o más: ¿vale un solo feminismo para todas las mujeres? Hablamos de mujeres, es decir, de la mayoría de la población en casi todas partes. En los años 60, las mujeres negras y pobres empezaron a constatar que sus intereses no eran exactamente los mismos que los de las mujeres blancas y ricas. Es sólo un ejemplo en el que no ahondaré.
Cuando la izquierda estadounidense empezó a interesarse, sin duda con la mejor de las intenciones, por la cuestión identitaria (racial, sexual, etcétera), intelectuales tan poco sospechosos de conservadurismo como Eric Hobsbawm señalaron que el juego de las identidades, incluyendo las nacionales, podía gripar los mecanismos de la democracia y ser muy útil, en cambio, para el capitalismo y las fuerzas reaccionarias.
Ahora el asunto de la identidad (un constructo muy frágil y discutible que nos permite pronunciar la palabra “yo”, lo que no es poco) está en el centro del debate político y social. Desde el gobierno de Pedro Sánchez se ha proclamado el derecho de cada uno (una, une) a ser tratado por los demás como él (ella, elle) se percibe sexualmente a sí mismo (misma, etcétera). Eso entraña un pequeño inconveniente: la identidad no es una creación estrictamente personal, sino el resultado de la confrontación de uno con los demás. Y un gran inconveniente: si la autopercepción se convierte en realidad, la realidad (y con ella la verdad) pasan al ámbito privado. Por decirlo de otra forma, la verdad se privatiza.
Todas las personas tienen derecho a sentirse y comportarse como les dé la gana, sin sufrir discriminación y sin otro límite que el de la ley. Eso está clarísimo. No ignoro que se considera inapropiado que un hombre blanco, heterosexual y a nueve meses de la jubilación, o sea, yo, opine sobre estas cosas; apelo a la libertad de expresión y, si eso no vale, recurro al argumento de la senectud (pollavieja, etcétera) y apelo a la compasión del lector. Pero si uno niega ciertas realidades, biológicas en este caso, ¿por qué no negar otros hechos científicamente demostrables? ¿No tienen sus propias razones los terraplanistas?
Hace ya tiempo que relativizamos la verdad. En muchos ámbitos, de forma destacada en el político. No comprendo la indignación de algunos ante las mentiras de Feijóo en el debate con Sánchez: ambos jugaban el mismo juego y, tan simple como eso, ganó quien jugó con más desparpajo: ¡cómo se notó la mano de Miguel Ángel Rodríguez en los entrenamientos, y luego en bulos como el de Correos!
Y dado que la verdad se ha privatizado, es decir, consiste en lo que uno siente, un señor blanco, heterosexual y millonario (el 1% de Ricky Gervais) puede sentirse acosado y marginado si, por decir algo, le gustan los toros, o considera que el aborto es un asesinato no legalizable, o cualquier cosa así. Igual que un señor blanco, pobre y culturalmente cristiano puede sentirse acosado y marginado, y ofendido en sus sentimientos nacionales y patrióticos, si en su barrio forma parte de una minoría étnica o religiosa, enfrentada a una auténtica minoría étnica o religiosa que se siente igualmente (y con razones de peso) acosada y marginada: Marine Le Pen pesca muchos votos en esos caladeros y a Vox tampoco parece irle mal la pesca.
De entre los casi infinitos aspectos de la realidad, el que más me interesa se refiere al ámbito económico. Ricos y pobres, igualdad de oportunidades, movilidad social. Y, por alguna razón, cuanto más hablamos de identidades, más ricos son los ricos y menos oportunidades tienen los pobres. Puede ser casualidad. También puede ser que Hobsbawm tuviera razón.
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