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Razón de Estado según la RAE

Miguel Roig

La Razón de Estado desde el cardenal Richelieu hasta nuestros días, se sabe, ha servido para preservar el mismo Estado, conciliar desentendimientos allá donde la luz pública no alumbra y eliminar todo síntoma de ruptura institucional por las malas cuando el camino de las buenas no da ningún resultado efectivo. Los politólogos adjudican a Maquiavelo la utilización sin rubor de este recurso con una excusa que no conlleva sonrojo alguno: el deber del gobernante es mantenerse en el poder y el incumplimiento de sus promesas no puede ser razón para desatender ese propósito.

Cuando el presidente Mariano Rajoy dio la espalda sin ningún escrúpulo al programa electoral de su partido que lo llevó a la Moncloa arropado por una mayoría absoluta, dio como única explicación que se lo imponía la realidad. He aquí que la Razón de Estado abandonó su perfil platónico, es decir, algo que los mortales no ven, que flota en el terreno de las ideas políticas, para aterrizar por una pista aristotélica, materia y forma: recortes presupuestarios y limitación de todo tipo de derechos. Cuando Bill Clinton ganó la primera elección, al llegar a la Casa Blanca también dio un golpe de timón inesperado. Después de acusar a George Bush de haber fortalecido los vínculos con China y echarle en cara las violaciones a los derechos humanos perpetradas por aquel país, renovó el tratado de comercio con los chinos sin dar explicación alguna.

Pero la verdadera Razón de Estado opera en la oscuridad y no a la luz de los electores. Basta con recordar el final del llamado 'caso Moro', en Italia, con el secuestro y asesinato del líder demócrata cristiano Aldo Moro, en el que las investigaciones y el ensayo de Leonardo Sciascia, El caso Moro, dejan caer no pocas dudas sobre una intervención del Estado en el desenlace del caso. En España, el caso GAL es otro claro –u oscuro– ejemplo.

En el mismo sendero por el que se ha ido degradando el rol de la política y los gobiernos en la toma de decisiones de las cuestiones centrales, también se ha ido desplazando, en cierta manera, el campo de operaciones de la Razón de Estado; una desviación, tal vez, lógica.

Cuando el presidente Rajoy expresa públicamente su dependencia de las políticas de Angela Merkel y esta, a su vez, muestra una clara alineación con el encuadre de la economía financiera, estamos ante una suerte de dictadura económica que dicta y hace cumplir sus reglas. La sumisión de Rajoy y su inexorable voluntad de imponer una legislación contraria a todo interés público es una prueba de ello. Así como la política se repliega y deja terreno libre al mercado, las articulaciones del aparato político dejan de operar para el bien público e intervienen en beneficio privado.

El escándalo de las llamadas tarjetas ‘black’ es una prueba cabal que reúne todos estos elementos. Es una operación oscura asumida desde el poder a través de brazos políticos de diferentes partidos, a diestra y siniestra. Su estructura y funcionamiento, su arquitectura fiscal, su opacidad, toda la operación en su conjunto está construida con elementos tomados de la Razón de Estado pero con un matiz diferencial: en lugar de perpetuar el poder gubernamental pretendía extender ad infinítum los ingresos de sus integrantes.

Digamos que la Razón de Estado, desde una perspectiva ética –si es que alguna vez la tuvo– pretendía defender desde la política el Estado que garantiza un contrato social. Roto ese contrato, que supuestamente permite un mercado posible y garantiza todo el Estado que sea necesario, pasamos a todo el mercado que sea posible y a un Estado cuasi innecesario. En este escenario, algunos actores políticos relegados, como la monarquía, a una mera mise en scène, tiran de la Razón de Estado para cometer todo tipo de delitos económicos. El rechazo de Rajoy a que se forme una comisión para investigar a las cajas de ahorro semeja al reconocimiento de una supuesta Razón de Estado para dejar en las sombras esa trama.

La Real Academia Española en la primera acepción de Razón de Estado la define como “política y regla con que se dirige y gobierna lo perteneciente al interés y utilidad de la república”. Necesita llegar a la segunda acepción para abrir dudas éticas sobre su uso: “consideración de interés superior que se invoca en un Estado para hacer algo contrario a la ley o al derecho”.

La RAE parece necesitar siempre su tiempo. Ha tardado años en cambiar la definición de ‘franquismo’. En la edición circulante lo entendía (primera acepción) de esta manera: “Movimiento político y social de tendencia totalitaria, iniciado en España durante la Guerra Civil de 1936-1939, en torno al general Franco, y desarrollado durante los años que ocupó la jefatura del Estado”. En su nuevo Diccionario ahora lo define así: “Dictadura de carácter totalitario impuesta en España por el general Franco a partir de la guerra civil de 1936-1939 y mantenida hasta su muerte”.

Una de los argumentos que utilizaba Richelieu para aplicar la censura de la prensa fue precisamente la Razón de Estado.

Es de público conocimiento que la editorial Crítica, perteneciente al Grupo Planeta, acaba de censurar El cura y los mandarines del periodista y escritor Gregorio Morán. La obra recorre el panorama cultural español y sus entresijos políticos entre los años 1962 y 1996. Según su autor la razón de la censura es por un capítulo dedicado a la Real Academia Española y, en especial, a quien fuera su director, Víctor García de la Concha. Gregorio Morán dice que al preguntar directamente a José Manuel Lara, presidente del Grupo Planeta, las razones por las que Planeta rechaza la publicación, Lara le ‘…contestó que no era miedo a García de la Concha, pero que [De la Concha] era un colaborador eficacísimo de la editorial, y añadió: el problema de tu libro son las 11 malditas páginas’.

Como se puede inferir, la RAE también pone en práctica sus razones. Por ello es probable que, a diferencia de otros términos, la primera acepción de Razón de Estado no se revise nunca.

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