Ni la realidad ni nosotros somos ya los mismos
Puede que lo más patente del confinamiento fuera el silencio. Quizás porque detrás estaba el miedo, el dolor, la responsabilidad. Ese amanecer sin coches ni, brevemente, taladradoras y martillos. Luego se rompió en el sonido de los aplausos solidarios a quienes nos cuidaban y poco después en el ruido de las cacerolas insultantes. El eco que amplificaba los gritos en el Congreso de una oposición a la que solo le ocupa tumbar al Gobierno y vio en una pandemia su mejor oportunidad.
Esto no ha terminado ni por lo más remoto. La OMS avisa de que la pandemia de coronavirus “no está ni siquiera cerca de acabar” y de hecho “se está acelerando”. Las evidencias no pueden ser más notorias. Más de diez millones de contagiados y medio millón de muertos, cuando hace un mes eran 5,5 millones y a finales de mayo 3 millones. En algunos países aún crece la pandemia, mientras en otros comienza a haber rebrotes por el fin del confinamiento. En algunos casos, el incremento en la cifra de casos es alarmante. Diez en particular entre los que se incluyen EEUU, Alemania, Suiza o Irán. A punto de abrirse las fronteras, Europa las mantendrá cerradas para los viajeros de EEUU, Brasil y Rusia. Hay que dejarlo claro: las restricciones han funcionado, no se puede vivir eternamente confinado y algunos se han tomado el alivio con demasiada frivolidad.
Dijimos que la normalidad era el problema pero no hemos vuelto ni siquiera a aquella y este espacio entre aguas donde estamos ha agudizado los problemas dejando toda su esencia al descubierto. A unos les ha ido mejor y a otros peor aunque probablemente sea mayor el número de las víctimas que de ganadores. Y todavía queda ver la evolución. Tiempos raros, de fuertes contrastes, en los que no terminamos de asimilar los cambios. Y pesa el futuro: la incertidumbre de no saber qué nos espera es una de las sensaciones más desestabilizadoras para buena parte de los humanos.
Lo que más nos preocupó, el cuidado de la salud, está muy lejos de haberse normalizado. Como ejemplo y tragedia, Madrid. El que fue director del hospital de campaña de Ifema y luego promovido a viceconsejero de Salud Pública, Antonio Zapatero, ha contado que la “inmensa mayoría” de centros de salud cerraron durante la pandemia al no poder atender a pacientes, a pesar de que el listado oficial los fijó en 56. Y la situación sigue sin normalizarse. He llamado al mío. Un disco me anuncia que “ya” está disponible la consulta telefónica para Atención Primaria. Insistiendo hasta el final de recorrido de la grabación, me dicen que todavía no funcionan las consultas presenciales y que me llamarán el miércoles. Todavía. ¿Más de cuatro meses sin medicina general normalizada en Madrid? ¿Busca el PP dónde están los muertos que dice no encontrar? En Barcelona, a una amiga le han citado, por escrito, en el Hospital Clínic para una consulta de neumología… telefónica. A ver, respire usted hondo. Las enfermedades crónicas, sin atención suficiente, han sufrido un presumible deterioro. Las especialidades no han estado tampoco al cien por cien.
Añadamos las muertes entre los dependientes. La pandemia las ha disparado hasta casi cuadruplicarlas en Madrid y Castilla-La Mancha. Los excesos en la mortalidad los hemos destacado varias veces y los datos no dejan de corroborarlos. Debemos insistir, porque todavía no hay normalidad.
Y las residencias de ancianos. Cada dato añadido cruje. Pero no a esta España que no se altera masivamente por lo perpetrado en varias autonomías, encabezadas por el Madrid de Ayuso, que se asemejan a los campos de exterminio. Dejar morir sin atención, documentadas las órdenes de no derivarlos a hospitales, con el fin de fiesta final de los ayusitos contratados “ flipando en colores”, dijeron por el negocio que se les abría, es indignante.
Si algo nos ha mostrado la pandemia en toda su crudeza ha sido la capacidad de dañar de políticos ineptos y desaprensivos y, a la vez, la permisividad de medios y votantes. Tragando y difundiendo incluso la basura que esparcen contra el enemigo favorito, Pablo Iglesias, para tapar sus propias miserias. La historia de la tarjeta, las cloacas, el extraño caso deljuez que quería cobrar menos y trabajar más que contó Ignacio Escolar hace tres años da para una saga. Pero hay momentos en los que acomete la impotencia ante tanta desvergüenza. Y ver que siguen y siguen. Y desde más arriba planifican descorchando champán.
La pandemia nos ha afectado emocionalmente. A la gente con conciencia sobre todo. Al personal sanitario se le nota como venido de un frente de batalla. Dicen tener hasta sensación de fracaso. No disponían de medios suficientes. Los habían recortado. Y a ninguna vocación se le debe exigir heroicidades cuando se les ha de dar elementos para cumplir su función. Y han vuelto a precarizarlos y despedirlos. Y ellos a pedir lo que precisan para cuidarnos y ya no hay portadas ni aplausos, molestan en la nueva felicidad, cuando ellos temen una segunda ola que les va a ser muy difícil de soportar.
A la gente que traga, ciega de odio, lo que en el fondo ha de saber mentira, también la ha cambiado. Han tomado un papel muy activo. El coronavirus, bien es verdad, ha aflorado la existencia de cerebros de ameba convencidos de bulos y teorías conspirativas a un nivel de asustar y dudar que puedan llevar una vida de seres normales. Alguno de los cabecillas hasta canta.
No, esto no se parece a la normalidad. La pandemia está suponiendo un palo atroz a la economía. El turismo no es ya lo mismo. E insistimos en que este país apostó por él como principal eje productivo. Se arruinan los dueños de pisos turísticos. Airbnb dice haber perdido todo lo ganado en 15 años. Pero tampoco abren hoteles enormes de 5 estrellas que ofrecen un panorama sombrío en sus luces apagadas y el vacío absoluto. Y tantas persianas comerciales echadas. Y la pobreza que emerge en visita real propagandística. Grandes y pequeñas empresas siguen con el teletrabajo sine die. Es otra forma de vivir y de relacionarse,incluso. Dice la OIT, la organización Internacional de Trabajo, que se están destruyendo el equivalente a 400 millones de empleos. Este escenario exige mucha claridad de ideas, mucho esfuerzo y colaboración, y una gran dosis de honestidad para abordar las soluciones.
El dueño del antiviral Remdesivir ejemplifica la elección entre la bolsa y la vida. Pone precio al primer tratamiento aprobado para la COVID-19: 2.000 euros por paciente. No es una vacuna. “No es la panacea, pero nos va a ayudar mucho”, ha dicho Fernando Simón, el director del Centro de Emergencias Sanitarias.
Tiempos raros para viajar como sardinas en lata en aviones o trenes, pese a los anuncios de seguridad, que exigen huecos inasumibles a la cultura. “Consciente de que vivimos rodeados de expertos en la materia por todas partes, ¿alguien con criterios sanitarios/epidemiológicos puede explicar la convivencia de estas dos imágenes?”, se pregunta el actor Tristán Ulloa, calibrando contrastes desde su posición en la que fue víctima del coronavirus.
Confinados en casa, los barrios se hicieron casa de vecinos, acercando sus ventanas y balcones. Aplaudiendo juntos hasta el final terco en la extinción lenta. Volvieron a adueñarse de una bandera que visten de franquismo y fascismo y se empeñan en que sea excluyente. Machacaron los nervios con las cacerolas y ollas. Ya han vuelto a sus madrigueras o a sus segundas residencias. Dejando su hedor de mofeta en el camino.
Y volvió el ruido intenso del tráfico. Y se han instalado en nuestra cotidianeidad las filas de espera con personas que tienen dificultad en entender qué es una distancia de separación de al menos metro y medio, o que no saben ni ponerse una mascarilla. Ahora con el calor, la moda es llevarla en la barbilla sudorosa.
Nos hemos conocido más que nunca. A nosotros mismos en el reto y a los otros. A quienes se empeñaron en dañarnos el doble con la voracidad de la hiena que solo busca su bocado. A los que ayudan también y son confianza para el tiempo que ha de seguir con todos sus tropiezos. A los que despliegan abrazos virtuales cuando se necesitan más reales que las palmaditas huecas de las declaraciones formales. Sabemos con quién contar y a quién desechar. No todos, al parecer. Cada uno que hable por él. Saldremos adelante, mal que bien; es consustancial a la vida. Pero esto no ha acabado y al menos habremos aprendido algo más de cómo encarar lo que vendrá.
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