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El rey acabará cancelado por falta de audiencia

El rey Felipe VI, durante su discurso de Nochebuena.

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Si el discurso navideño del rey fuera un programa televisivo como cualquier otro, hace tiempo que lo habrían cancelado, y por el mismo motivo por el que son liquidados tantos programas: por falta de audiencia. En su caso, una emisión retransmitida por todas las cadenas generalistas, públicas y privadas, además de las autonómicas y las emisoras de radio; es decir, con una audiencia casi cautiva, a la que cuesta encender la tele y no verlo. Que viene acompañado por una promo agresiva e invasiva, con todos los medios anunciándolo y la clase política comentándolo desde días antes. Que además tiene a su favor la tradición y la costumbre, siendo un elemento tan navideño como las uvas o el Belén. Y que sin embargo, con todo a su favor, pierde audiencia en cada entrega, hasta marcar este año el segundo mínimo histórico. Si fuera un formato convencional, la sentencia estaría clara: que le corten la cabeza. Lo cancelarían, y el año que viene ocuparía su tiempo cualquier chorrada navideña más rentable.

Habrá quien diga que es un programa barato, veinte minutos de televisión a bajo coste comparado con otros formatos. Pero las cuentas esas siempre son tramposas, como cuando los cortesanos te sacan la calculadora para comparar el coste de una presidencia de república con una jefatura monárquica, y cuentan solo las partidas que les interesan. Si durante el discurso ofrecieran patrocinios y product placement, me da que pocas empresas querrían anunciarse, por poca audiencia y por falta de atractivo para vender nada.

A falta de un referéndum sobre monarquía o república, y ya que ni el CIS pregunta sobre el asunto –ni sobre nada que tenga que ver con el rey o su familia–, la única consulta popular que tenemos es esa: cada vez menos espectadores interesados en lo que diga el rey. Tanto menos cuanto más jóvenes, y muchos menos en Cataluña y País Vasco, eso dice el análisis de audiencia. Si descontásemos los hogares que dejan la tele puesta como quien enciende la chimenea, y que no le hacen ni caso porque están a lo importante esa noche –preparar la cena, recibir a la familia–, seguramente la audiencia sería todavía menor.

Cuando además comparas la exagerada atención y trascendencia que los medios y la clase política dan a sus palabras, frente a la poca conversación que genera en la calle o en las cenas navideñas, la brecha es todavía mayor: un rey solo para los muy cafeteros, para periodistas y políticos, sin nada que decir para el ciudadano común, con un discurso envarado e insustancial totalmente desconectado de las preocupaciones o deseos de la gente. Y no es solo el discurso navideño: lo mismo vale para cualquier intervención del rey, lo mismo la apertura de la legislatura que la entrega de un premio o una inauguración: no habla nuestro mismo idioma, hemos renunciado a entenderlo porque sabemos que no habla de nosotros.

Ya sé, lo de la pérdida de audiencia es un pobre consuelo para republicanos. Pobrísimo, no consuela nada. Pero en un año en que hemos tenido empacho monárquico con el intento por vendernos la “Leonormanía” (“completa tu colección, una nueva entrega cada semana en tu kiosko: Leonor graduada, Leonor en la academia militar, Leonor en el desfile de la Fiesta Nacional, Leonor jurando la constitución…”), dejad que los republicanos nos demos el gusto de decirlo, aunque sea señalando un vulgar audímetro: cada vez nos interesa menos el rey.

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