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Robin Rato y el capitalismo popular

La Audiencia de Madrid confirma el desbloqueo de parte de los bienes de Rato y la prisión de uno de sus testaferros

Antón Losada

Dice la UCO que Rodrigo Rato facturó más de ochenta millones de euros a las empresas que privatizó siendo vicepresidente económico del Gobierno de Aznar. Buena parte de tal facturación se habría generado siendo aún máximo responsable de política económica. Veinte años después por fin estamos a punto de saber qué era exactamente aquello que Aznar y Rato llamaban “capitalismo popular”.

Nos lo vendieron como la posibilidad de que millones de españoles se convirtieran en accionistas de grandes empresas y corporaciones públicas puestas a la venta en el mercado. Pero eso solo fue una coartada y ni siquiera era verdad: en las veinticinco privatizaciones más importantes de la era Aznar, sólo en ocho se recurrió a la Oferta Pública de Venta con tramo minorista y siempre en porcentajes marginales sobre el total de la propiedad.

Repsol, Telefónica, Endesa, Argentaria o Tabacalera se vendieron en los despachos, a compradores seleccionados, a través de procesos oscuros y opacos, marcados por las comisiones, el tráfico de influencias, el clientelismo, la proximidad ideológica y la discrecionalidad más arbitraria. La lista de los propietarios finales lo dice todo: BBV, Santander, Merryll Lynch, Goldam Sachs o La Caixa, la institución donde se había formado y trabajaba el ministro de industria, Josep Piqué, y la plana mayor del equipo directivo que lideró la privatización.

Gracias a los negocios de Robin Rato puede que nos sea revelada la verdadera naturaleza de aquel casi mágico “capitalismo popular”: vender aquello que era de todos para quedárselo ellos. Rodrigo Rato encarnaría así la versión neoliberal de Robin Hood. Si el arquero de Sherwood robaba a los ricos para dárselo en los pobres, Robin Rato privatizaba lo que era de todos para quedárselo él.

Entre 1996 y 2004, los gobiernos Aznar privatizaron la gran mayoría de las industrias y monopolios públicos. Fue un negocio ruinoso, uno de los episodios más devastadores de corrupción y mal gobierno en nuestra democracia y una historia que todavía está esperando a ser contada como fue. El Estado ingresó poco más de 30.000 millones de euros gracias a las privatizaciones. No supone ni una décima parte de cuanto vale hoy sólo Telefónica.

Entonces se dijo que Europa obligaba a privatizar. Otra mentira. La UE reclamaba la liberalización de mercados y servicios para abrirlos a la competencia, pero no rematar y liquidar todas las grandes empresas públicas. De hecho, países como Alemania, Francia o Italia mantuvieron y mantienen una presencia determinante de lo público en sus grandes operadores y corporaciones estratégicas. Sólo en España se liquidó totalmente la presencia pública en nuestros mercados más críticos.

Aún hoy muchos sostienen que gracias a esas privatizaciones nuestros mercados e industrias se hicieron mejores y más competitivos. Más mentiras. Los países de nuestro entorno que mantuvieron la presencia pública disfrutan hoy de mercados de comunicaciones, energía o transportes mucho más competitivos y eficientes que las farsas que padecemos en España, donde todos somos rehenes de los grandes oligopolios privados que sucedieron a los viejos monopolios públicos.

Juan Villalonga en Telefónica, Cesar Alierta en Tabacalera y Telefónica, Francisco González en Argentaria, Manuel Pizarro en las CECA, Miguel Blesa en Caja Madrid, Martin Villa en Endesa, Alfonso Cortina en Repsol... Esos son los verdaderos ganadores de las privatizaciones españolas. Grises corredores y agentes de bolsa, oscuros funcionarios y empresarios de atrezo nombrados en su día principalmente por su amistad y proximidad al ejecutivo Aznar y convertidos hoy en grandes empresarios con el patrimonio que nos pertenecía a todos. Capitalismo popular del bueno: privatizar lo de todos a beneficio de unos pocos.

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