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Sadismo en el CIE y en España

Interior del CIE de Zona Franca de Barcelona. / Imagen cedida por los responsables del estudio "Situación actual de los CIE en España y su adecuación al marco vigente".

Violeta Assiego

La dignidad de la persona es la esencia sagrada de la naturaleza humana y aquel que la pisotea renuncia a su alma, deshabita su condición de ser humano e inicia, desalmado, el camino hacia un abismo de oscuridad y mentiras. Quienes eligen humillar, degradar, perseguir y golpear a otros semejantes antes que respetar su vida e integridad están condenados al destierro del respeto propio y ajeno. Nutrir caprichosamente el ego, las carencias y/o los bolsillos a base de menospreciar y maltratar al diferente o al vulnerable es saborear de forma efímera la más falsa de las sensaciones, la de poder y superioridad. Por mucho empeño que pongan los defensores de las políticas fascistas, no hay ningún individuo que sea superior a otro. Nada hay que legitime a quien se sirve de su fuerza, su manada o su hegemonía para dañar a otra persona que si llamamos minoría no es por la cantidad sino por lo poco que importa socialmente lo que le pueda pasar. El desalmado, al insistir en sus actos, termina convirtiéndose en un sádico que no solo disfruta abusando de su poder sino que lejos de arrepentirse, se jacta y la recrea con una retórica perversa que desfigura por completo su humanidad y le hace perder su propia dignidad.

El pasado 18 de abril –antes de celebrarse todas las elecciones habidas y por haber– en el CIE de Aluche (competencia del Ministerio del Interior de Grande Marlaska) se volvieron a producir unos hechos que, tras la investigación de la Jueza de Control del Juzgado de lo penal, podrían ser constitutivos de un delito de “torturas” por parte de un elevado número de agentes de Policía que parece que se extralimitaron de sus funciones. Obligar a casi un centenar de personas a salir al patio bajo la lluvia y el frío y permanecer más de media hora de pie mientras eran cacheados en “un evidente clima intimidatorio” (según consta en el auto de la jueza) es, sencillamente, un trato cruel, inhumano y degradante. Innecesario, arbitrario e injustificado. Desproporcionado. Hay que añadir que este clima intimidatorio fue agravado (según los testigos) en todo tipo de gritos racistas y humillantes que provenían de algunos agentes del numeroso operativo.

Que el clima carcelario de los CIE es inaceptable y que las condiciones de estancia son inhumanas y atentan contra la dignidad de las personas, no es algo nuevo. Desde hace más de una década diferentes organizaciones con presencia en el lugar y de muy distinto signo vienen denunciando, una y otra vez, “el fracaso absoluto de estos lugares” que solo provocan “desprotección y sufrimiento” y que “llevan años causando un efecto devastador sobre la vida de miles de personas”. Y cuando hablamos de un efecto devastador se les caería el alma a los pies (si no son unos desalmados) si conocieran solo la mitad de las experiencias que se llevan reportando desde hace años.

El propio Defensor del Pueblo, tras una reciente visita, tuvo que recordar a la Administración lo evidente: suya es la obligación de velar por el respeto a la vida, integridad y dignidad de las personas que están internadas allí y que cualquier medida de seguridad que lleven a cabo ha de hacerse con absoluto respeto al honor, dignidad y demás derechos fundamentales de cada una de las personas retenidas.

Pero no, la dignidad de las personas migrantes no existe a los ojos de los responsables del CIE, no solo de los agentes de policía o del ministro actual, sino muy especialmente a los ojos de su máximo responsable, de su director: Antonio Montes Rodríguez. Un funcionario que, tal y como cuentan en El Salto, “lleva al menos una década en funciones de responsabilidad dentro del Centro” y que era jefe de la seguridad del CIE “cuando la congoleña Samba Martine falleció tras treinta y nueve días encerrada sin recibir la asistencia médica adecuada para la dolencia que la llevó a la muerte”.

Este tipo de abusos institucionales y de los agentes estatales encuentran una coartada perfecta entre quienes defienden las políticas racistas y coloniales que tiene España sobre las personas migrantes que llegan a nuestro país, pero no solo. La clase política, los medios de comunicación (incluidos periodistas también) y una buena parte de la ciudadanía hegemónica todavía no damos credibilidad a las historias de racismo que tienen lugar de forma sistemática en nuestra estructura social, económica y política, en nuestro país. Les restamos importancia y con ello también despreciamos la dignidad de las personas, hombres, mujeres, niñas, niños y niñes que sufren esa violencia, también institucional.

En España, se pueden enumerar decenas de políticas racistas. Desde las que criminalizan a quienes salen de su país para llegar al nuestro (sin que haya ningún artículo en el Código Penal que diga que migrar es un delito), pasando por las políticas que potencian las detenciones y redadas que discriminan según el perfil étnico o racial e incluyendo el clamoroso silencio del feminismo blanco ante los abusos que sufren las mujeres migrantes racializadas, incluso cuando las políticas públicas llegan a negarles la protección a aquellas que, estando en situación irregular, han sido violadas puesto que denunciar les puede conllevar la expulsión...

Multitud de políticas, que estaban antes de que apareciera Vox, dañan la dignidad, la integridad y la vida de una persona porque su proyecto de vida, su biografía, su creencia, su cultura, su apariencia o su documentación entran en conflicto con “nuestra idea de españolidad”. Mucho nos sobrecoge el sadismo de Trump, Bolsonaro, Salvini u Orban, pero en España hay desalmados racistas que todavía actúan con impunidad. Y en el fondo, a la opinión pública y a los medios, eso les da bastante igual. Ningún pacto de gobernabilidad depende de que se respete la dignidad de un inmigrante irregular, aunque alguno potencie que esta se vulnere todavía más.

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