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Supersticiones políticas

Las Torres Gemelas en llamas el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York.

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La muerte de George Washington fue especialmente dolorosa. En todo momento se encontró atendido por tres médicos, pero no solo no pudieron hacer nada para impedir su padecimiento, sino que, de hecho, fueron ellos mismos los que le provocaron ese final. Para tratar –es un decir– una simple infección de garganta, que era toda la dolencia que presentaba el desdichado, le aplicaron hasta tres sangrías, extrayéndole casi cuatro litros de sangre. El mismo Washington les animó a hacerlo, ya que creía firmemente en la eficacia del procedimiento. Tenía 68 años y se encontraba perfectamente sano. El día anterior estuvo inspeccionando su plantación de Mont Vernon. Murió el 14 de diciembre de 1799, desangrado y asfixiado en una agonía que se extendió durante diez horas.

Las sangrías son un ejemplo perfecto de supersticiones, creencias cuyo fundamento y eficacia, aunque del todo indemostrables, no se ponen en duda debido a la sola inercia de la tradición. Hay supersticiones considerablemente inocuas, como la que afirma que pasar por debajo de una escalera trae mala suerte. Y hay otras, como la de las sangrías, que son funestas. Desde tiempo inmemorial se pensaba que la sangre no circulaba, sino que se mantenía estanca en el cuerpo. Ante todo tipo de dolencias, se recetaba extraer sangre, asumiendo que o bien estaba enferma o bien que había un exceso de la misma en el cuerpo. El procedimiento era atroz: no solo no ayudaba en absoluto, sino que en muchos casos provocaba la muerte. Además, los cirujanos/barberos encargados de aplicarlas no desinfectaban las cuchillas –desconocían por completo la existencia de microrganismos– por lo que propagaban las enfermedades infecciosas de enfermo a enfermo. Un despropósito.

Del mismo modo que las sangrías son una superstición sanitaria, cierto tipo de creencias pueden considerarse con todo derecho supersticiones políticas. Una especialmente extendida es la de la pena de muerte. Hay millones de personas que siguen pensando que, para acabar con la delincuencia, la pena de muerte funciona. Pero solo hay que ver los datos: lo que funciona para acabar con la delincuencia es la igualdad económica, la justicia en las relaciones sociales y el progreso. Cuanto más avanzada es una sociedad, menos criminalidad alberga. Por eso los países con pena de muerte son los más atrasados y, a la vez, los que presentan una criminalidad mayor y resultan más peligrosos. Probablemente la única excepción a esa evidencia la constituye –por razones culturales complejas– Estados Unidos. 

Otra superstición política palmaria especialmente extendida es la de las “invasiones humanitarias”. Digo “invasiones” y no “intervenciones”, un eufemismo en el que no deberíamos caer: cuando un ejército extranjero entra en otro país y toma el control, el nombre correcto es ese, lo otro es propaganda. Invadir militarmente un país “por su bien” es como sacar sangre a una persona “para mejorar su salud”: una aberración. Pero, como con las sangrías, hay millones de personas que creen en el procedimiento. 

Joe Biden ha declarado ahora que el motivo de la invasión de Afganistán fue “prevenir un ataque terrorista en la patria estadounidense”. Es muy discutible. Sin duda ese fue uno de los motivos, pero no el motivo principal. En Octubre de 2001, cuando los Estados Unidos bombardearon Kabul, la pulsión psicológica que les empujaba no fue otra que la venganza. Habían muerto casi 3000 personas en los atentados del 11-S y tenían que “hacer algo”. Invadir Afganistán era tan razonable como extraer sangre a un enfermo, pero emocionalmente aplacaba el brutal sentimiento de desasosiego y desorientación en el que se había sumido el país. Lo demás –ayudar a los afganos, construir una democracia, salvar a las mujeres– fueron subterfugios sobrevenidos. El sentimiento de unanimidad que incendió el país –disentir equivalía a traicionar– se extendió también al exterior: los aliados se vieron arrastrados al abismo. De haber estado viva, Hannah Arendt nos hubiera recordado los peligros del conmigo o contra mí y la peligrosísima afinidad que ata a la unanimidad con el totalitarismo. Hubieran sido páginas especialmente lúcidas. 

Pero dejemos la filosofía y vayamos a la eficacia. En las Torres Gemelas murieron 2.996 personas. Para vengarse –o “en respuesta”, si prefieren el eufemismo– Estados Unidos invadió Afganistán. En el siempre enloquecido y sediento altar del orgullo herido se ha dejado nada menos que 2.451 soldados muertos y dos billones de dólares. Entre los aliados los muertos han sido 1.144, entre ellos 102 españoles. Los heridos son más de 20.000. La masacre sufrida por el pueblo afgano –tan inocente en todo esto, conviene recordarlo, como todas y cada una de las víctimas de las Torres Gemelas– es muchísimo mayor: se habla de entre 170 y 240.000 bajas, entre ellos 50.000 civiles. Los desplazados son 1,2 millones. La cantidad de heridos la supongo astronómica. La desolación en el que el país ha quedado sumido durante 20 años, indecible. Todo en vano. 

Otras invasiones “humanitarias” han arrojado idéntico resultado: Irak, un desastre. Libia, un desastre. Como en una metáfora perfecta de la desesperación y el sinsentido que acompañan a ciertas supersticiones políticas, parece que entre los soldados estadounidenses en Afganistán ha habido más muertes por suicidio que por ataques militares. Qué locura sin nombre, qué horror sin consuelo. Y todavía escucharemos, no dentro de demasiado tiempo, que es necesario invadir este o aquel país por motivos “humanitarios”. Cuando llegue ese momento, acuérdense de la muerte de Washington.

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