La Unión Europea se resiente
¿Ha empezado a romperse la unidad europea? ¿Se pueden reparar las fisuras que ya se han producido o el proceso es irreversible? Aunque muy pocos las formulan abiertamente, esas son las preguntas que dominan el ambiente diplomático en nuestro continente y que en los últimos días también se han asomado a las páginas de los principales periódicos. La crisis económica que ha provocado la guerra de Ucrania y los análisis que se hacen sobre los orígenes de la misma tienden a debilitar los lazos que atan a la Unión Europea y pueden incluso destruirlos si se prolonga.
El indicio más claro de la tensión entre los países miembros, y particularmente entre Alemania y el resto, ha sido el “escudo energético” para las empresas germanas que por valor de 200.000 millones de euros acaba de aprobar el gobierno de Olaf Scholz, que se añade a otros 100.000 que con similar propósito se habían acordado pocos días antes. Esos 300.000 millones equivalen al 8,4% del Producto Interior Bruto alemán, duplican las cantidades que en conjunto Francia e Italia han destinado a ese mismo fin y triplican el monto de las ayudas que han decidido el resto de los países en total.
Ciertamente la crisis que ha provocado el aumento de los precios de la energía en Alemania es formidable. El gobierno de Berlín acaba de reconocer que el país entrará este trimestre en recesión y que ésta durará todo 2023. En una situación como esa -la inflación alcanzó el 10,9% en septiembre- era inevitable que las autoridades actuaran con firmeza. Pero una ayuda tan ingente a las empresas es también un acto de soberbia económica que muestra a las claras que Alemania ha decidido poner en primerísimo lugar sus intereses nacionales, dando la espalda a los del resto de países de la Unión Europea.
El moderado Mario Draghi, todavía primer ministro de Italia, lo ha dicho con elegancia: “el escudo alemán socava la unidad”. Viktor Orbán, el derechista y muy anti-Bruselas primer ministro de Hungría, ha sido más tajante: “Es canibalismo”. Porque hay pocas dudas de que esos 300.000 millones de euros harán que las empresas alemanas salgan relativamente incólumes de la crisis, mientras que las de los demás países tendrán que valerse de sus medios o de ayudas estatales mucho más reducidas para hacer frente al mismo temporal. Y el resultado no será otro que el de aumentar las distancias económicas entre el gigante europeo y el resto. Y eso no favorecerá la unidad sino todo lo contrario.
Además, si el Estado germano se empeña por valor de esa formidable cantidad, ¿qué será de los compromisos asumidos por Alemania para mejorar la situación del resto de Europa y, en particular de los fondos de recuperación Next Generation, de los que España espera recibir 140.000 millones europeos, el 90% de los cuales está aún pendiente? ¿No llegará un momento en que los financiadores últimos de esos fondos, con Alemania a la cabeza, tengan dificultades para completar esa partida porque el dinero se les ha ido en otros capítulos como el del “escudo”?
Son preguntas que dentro de poco pueden ser acuciantes. Pero lo más grave es el tono general de los acontecimientos y particularmente el hecho de que el fantasma de la insolidaridad empiece a agitarse en el horizonte europeo. El relativo fracaso de la iniciativa para la construcción de otro escudo, esta vez antimisiles, en el nordeste europeo, a la que Francia, Italia y España, entre otros, han decidido no sumarse, puede ser otro indicio del enrarecimiento del ambiente europeo.
Y todo eso, y algunas cosas más, ocurre cuando la gran escena política continental empieza a cuestionarse alguna de las bases sobre las que está montada la posición europea frente a la guerra de Ucrania. Ningún gobierno, ni en público ni en privado, cuestiona que hay que ayudar a Kiev a hacer frente a la agresión rusa, ni tampoco en criticar duramente las decisiones de Vladímir Putin. Pero sí se empieza a dudar sobre cómo se han hecho algunas cosas en este contexto, aunque este tipo de reflexiones no suelen trascender a la escena pública.
Pero unos cuantos países europeos no están cómodos con el protagonismo casi absoluto que los Estados Unidos tienen en el apoyo militar a Ucrania. Que va mucho más allá del suministro ingente de armas, pues las tareas de inteligencia en las ofensivas contra las tropas rusas están en manos prácticamente en exclusiva de los especialistas norteamericanos y los éxitos parciales que las tropas ucranianas han cosechado últimamente se pueden atribuir a ellos.
Esa dinámica inquieta a algunos dirigentes y aunque las discusiones no han salido de los despachos, no pocos creen que Europa está a punto de perder toda la autonomía en materia de política internacional de la que disponía hasta ahora. No es eso lo peor, sino que cualquier debate sobre la posibilidad de encontrar una salida negociada al conflicto, de buscar la vía por la que sería posible un entendimiento con Moscú, por muy parcial que fuera, está cegada por el protagonismo norteamericano en el enfrentamiento con Putin.
Esa situación puede ser provisional. Si John Biden pierde las elecciones legislativas del mes que viene, tal y como pronostican muchos sondeos, la posición norteamericana puede modificarse, al tiempo que está claro que la dureza de Washington en Ucrania tiene una lectura en clave política interior norteamericana: Biden quiere borrar la imagen de debilidad y de desconcierto que sus tropas dieron en la retirada de Afganistán.
Pero si algo cambia en la actitud norteamericana hacia Ucrania, podrían entonces cobrar fuerza las voces que en Europa piden que se mire con mejores ojos a Putin. Y no son despreciables. Porque en torno a ese discurso se juntan buena parte de los partidos de ultraderecha, uno de los cuales, el de la señora Meloni, se ha hecho con el gobierno de Italia. Otro frente inquietante que acecha al equilibrio europeo.
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