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Mis vecinos de Madrid

El barrio de San Diego

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Al día siguiente miré los resultados de las elecciones en el mapa de Madrid buscando quién ganó barrio a barrio, manzana por manzana, en especial quería saber quién había sido el partido más votado en mi calle y comprobé que aquí también, entre mis vecinos de un barrio popular del sur de Madrid, había ganado Ayuso. No solo en mi calle, en todo el barrio, y en todos los barrios. No me detuve demasiado en si Madrid era cada día más facha sino en lo poco que sé de mis vecinos. 

¿Quiénes son?¿ El señor mayor de la azotea contigua al que nos encontrábamos cada tarde a las 8 durante el confinamiento y que un día nos llamó y nos regaló un aloe vera? ¿La mujer latina como yo del piso de arriba que me dijo que no soportaría otro verano trabajando con mascarilla al lado de un horno de pan? ¿La pareja rumana de la tienda del todo a 100 donde compro bragas y calcetines de calidad regular? ¿Loly, la del bar, que acaba de reformarlo para que entre más gente? ¿Los camellos de enfrente? ¿Las dos señoras magníficas, una blanca, la otra no, que cuidan a Ángel y que hacen cada mañana el cambio de turno en el portal? ¿A las que escucho hablar del sol y la nieve y los pájaros y las cucarachas? ¿La que me pidió un sacacorchos, la que me regaló un poco de dulce de coco? 

¿La gente que nunca me ha mirado mal por estar aquí, por besarme en la calle con mi novia, en realidad me miraba secretamente mal, escondía su inquietud? ¿Fueron mis paisanos peruanos que trabajan mil horas de cajeros en el Día con unas equívocas camisetas rojas y que me contaron que en las elecciones de Perú votaron por la derecha? ¿Fueron las señoras chinas que me venden productos latinos, carapulcra y ají amarillo? ¿Fueron ellas? 

Sí, podría haber sido cualquiera de ellas. 

O cualquiera de estos ojos con los que me cruzo mientras camino por los senderos estrechos de mi calle, entre los coches y los contenedores, sin apenas espacio para mover los brazos. En este barrio que solo hoy miro con desconfianza hacia sus balcones por si asoma alguien y se asoma un perro. Y luego un niño. Y me pregunto si fueron sus padres. O cualquiera de las madres con las que me cruzo en el parque infantil aburridas de cuidar y ayer mismo en la cola de votación del colegio Perú. Sí, me tocó votar por Madrid en un lugar que se llama como mi país, qué simbólico, ¿no? Qué deslocalización tan rara, qué mensaje enigmático: El Perú no es Lima. Madrid no es España. 

Decía que camino y saludo a la peluquera con un poco de rencor. ¿Estábamos tan lejos? O será que estoy errando el tiro y le votaron todos los vecinos y vecinas que no vi en mi vida, con los que nunca me encontré, ni intercambié palabra, ni saludo, ni mirada.

¿Debería seguir pensando en esto? ¿Para qué me sirve? ¿Qué importa quién fue? No va a cambiar nada descubrir que mi tejido social tiene un par de rotos. O, peor, que esas descosidas somos nosotras. Tampoco saber si nuestros vecinos son en realidad de la vieja o de la nueva política, o de la exopolítica. Hay tantas clases de dolor sin causa. 

No puedo ni odiarlos con ternura, ni responsabilizarlos por este puto desastre de haber votado masivamente a una persona a la que felicitan los líderes europeos de la ultraderecha, por la ciudad del individualismo y la desigualdad, gracias al andamiaje de un proyecto político mafioso; tampoco subestimarlos por haber votado contra mis intereses, incluso contra los suyos, por habernos disparado al pie. No tengo mucho más que ofrecer, a los que voto yo no les dejan gobernar en ningún lado. 

El enemigo no está entre esas personas, está muy lejos de aquí, muy lejos de nosotros, muchos pero muchos pisos más arriba. Y las amigas están, dentro o fuera de esta ciudad, menos mal que están y seguirán resistiendo y tejiendo contra el desaliento. 

Ya lo dijeron en Twitter, gane quien gane, nosotras siempre perdemos, pero hoy quiero hablarles de la esperanza

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