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¡Vente al campo*!

Vista aérea de una zona residencial con chalets unifamiliares. EFE/Emilio Naranjo/Archivo

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Tengo un amigo que no quiere mudarse al campo. Lo dice con orgullo, creyéndose quizá el último habitante de una tribu al borde de la extinción, un orgulloso ejemplo de excepcionalidad antropológica. Dice: “A mí de Madrid no me sacan”, y se le ve en los ojos el mismo brillito medio chulesco medio tarado que tenía Adolfo Suárez cuando se aferraba al escaño el 23F. Como si, en el fondo, lo que quisiera decir es que se queda en Madrid porque es su deber y porque alguien tiene que hacerlo.

Los amigos le miramos con extrañeza, claro. Incluso hemos creado un grupo de whatsapp para hablar de él a escondidas. ¿Qué le pasa a Jon?, ¿alguien lo sabe? Le tenemos por un irresponsable, un excéntrico, un Houellebecq de Mercadona. Nos preocupa su hijo, tememos que vaya a criarse en un entorno urbano como… bueno, como nosotros.

Desde hace unos meses intentamos por todos los medios que entre en razón. ¿Qué harás si viene otra pandemia? Mejor dicho: ¿qué harás cuando venga? Le mandamos una entrevista con Rafael Bengoa, que fue asesor de Obama para el Obamacare. Si no le crees a él, ¿a quién vas a creer? Dice que esto de la COVID no es más que un ensayo general, el prólogo de una era de pandemias. ¿Qué harás, Jon, cuando venga la siguiente? ¿Qué pintas en Arganzuela, encerrado en un piso de 60 metros cuadrados con un niño pequeño? ¡Te vas a quedar Jack Torrance!, le advertimos, y le mandamos el gif del hacha contra la puerta, ja, ja, ja.

Hasta hemos cambiado el nombre del grupo de whatsapp que tenemos en común. Ahora se llama ¡Vente al campo, Jon! Solo que no nos referimos al auténtico campo, por supuesto. (De ahí el asterisco en el título; que nadie pueda decir que este medio hace clickbait). En realidad llamamos campo a los suburbios con matojos. No es que vivamos en una novela de Miguel Delibes precisamente.

Lo importante, lo imprescindible es el jardincito. Un sitio abierto donde poder respirar durante el próximo confinamiento, un lugar donde pasear en círculos concéntricos o hacer mancuernas como los presos de Cadena Perpetua. Ni siquiera hay que preocuparse por el césped, porque ahora venden una especie de rumbas que te lo cortan en menos de lo que dura un Zoom.

Pero no hay manera. Jon nos dice que de campo ni hablar, ni siquiera este campo trucho de la periferia. Él necesita embotellamientos, sirenas, bullicio. Que no concibe la vida, argumenta, sin presentaciones de libros y microteatro, sin salas de V.O. y librerías-cafeterías. Se ha quedado ahí, el pobre, en la autoafirmación a través de eventos culturales de pequeño formato. Mentalidad Babelia, que a los 15 todavía, pero a los cuarenta y tantos, ustedes dirán.

No hace falta que les diga que todo esto ha erosionado nuestra amistad. Lo que nada pudo romper, ni la edad, ni el trabajo, ni la paternidad, lo está rompiendo ahora la pandemia. De ahí la necesidad de crear un grupo de whatsapp paralelo y subrepticio. Jon sigue en el otro, preguntándole al vacío qué le ha parecido lo último de Paco Roca o de Santiago Lorenzo mientras nosotros, a sus espaldas, debatimos si la iluminación solar de jardín alumbra de verdad o es meramente decorativa. Por ahora, gana lo segundo.

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