Verano 2022
Comienzo a escribir estas líneas pocos días antes de que termine agosto. Los últimos días de agosto son para mí los últimos días del verano aunque todavía queden varias semanas para que termine la estación. Hay algo místico en la manera en que el cielo comienza a llenarse de tonos rosáceos a eso de las nueve de la noche en el sur. Las tardes, cada vez más cortas y todavía calurosas, se van en un suspiro y a mi hijo y a mí se nos hace de noche en el parque. Justo a esa hora, cada tarde se levanta una leve brisa que mece las hojillas verdosas de los árboles y es todo un goce para el cuerpo.
Si una se dejase llevar por las noticias de los periódicos, por los informativos o por las publicaciones de las redes sociales, vería que el mundo entero se ha dividido este verano pospandémico en dos extremos intocables: el fin del mundo —precariedad salvaje, desastres naturales, inflación, guerra— y el carpe diem — viajar y consumir como si el mundo fuera a acabarse mañana—. Imagino que hay muchos miles de personas que han vivido, como mi hijo y yo, un verano más o menos tranquilo, con los mismos problemas cotidianos de siempre, lleno de infinitos momentos de aburrimiento y largas siestas, sin salir de sus barrios, de sus ciudades, de sus pueblos, sin salir apenas de sus casas. Y también lleno de pequeños y fugaces momentos felices, luminosos, a pesar de la precariedad económica. Yo misma, sin moverme de Sevilla, sin dejarme llevar ni por la alarma ni por los cantos de sirena, he vivido un verano de curiosidad y asombro, mi primer verano como madre separada.
Decía la escritora Natalia Ginzburg que debemos procurar que a nuestros hijos no les falte nunca el amor a la vida. Y en un torpe intento por procurarle a mi hijo el amor a la vida y a las cosas pequeñas, hemos pasado mucho tiempo en casa, sentados en el suelo fresquito de mármol, recortando, dibujando, leyendo, construyendo infinitas y fugaces torres con bloques de colores. Sin patio y sin piscina cerca, hemos llenado su pequeña bañerita con agua templada y mi hijo se ha bañado en ella como si estuviera en el mar. Poco parecía importarle no estar en la playa sino en nuestro minúsculo cuarto de baño con tal de que pasáramos todo el tiempo del mundo juntos. Cuando el calor lo permitía, salíamos de casa para pasear por la ciudad como si fuéramos dos extranjeros: el Alcázar se convirtió un palacio de cuento, el palacio de un califa con cierta predilección por el exótico plumaje de los pavos reales; las Santas de Zurbarán que se exponen en el Museo de Bellas Artes se han hecho tan familiares como los personajes de las películas Disney; el autobús turístico nos ha llevado de una punta a otra de Sevilla, desde Torneo hasta Triana, desde la Torre del Oro a la Cartuja recorriendo las infinitas capas de nuestra ciudad. En las largas noches de verano, convertíamos nuestro saloncito en un cine improvisado proyectando algunas de sus películas favoritas en la pared: El retorno de las brujas, E.T., Pesadilla antes de Navidad, La novia cadáver, El viaje de Chihiro, El castillo ambulante, La familia Addams.
Pero lo más asombroso de todo, lo más extraordinario ha sido estar con él, simplemente eso. Ver lo feliz que ha sido, darle la mano, abrazarle. Solos los dos prácticamente todos los días, he tenido mucho tiempo para mirarle de cerca, para escucharle hablar. El río de sus pensamientos parecía salirle por la boca como brotan las aguas de un géiser, impacientes, entusiastas. A través de sus palabras, a través de su mirada, todo era posible: estar en el presente, y ser feliz y no pensar en el mundo de ahí afuera aunque, ¿qué podría haber más real, más tangible, más cierto que todo aquello que mi hijo sentía por el mundo a sus tres años, tan transparente en sus emociones, tan abierto?
Una de las noches más sofocantes de agosto, salimos de casa a las diez y media y caminamos hasta el Parque de María Luisa. Apenas había unos cuantos turistas desperdigados por los caminitos ajardinados, tan solitarios y misteriosos. Mi hijo quería subir al Monte Gurugú, asomarse desde arriba y buscar ranitas, gatos y lagartijas. Estaba todo oscuro, las farolitas que alumbran el camino estaban apagadas. Y subimos, casi a tientas, agarrados a la baranda, dando vueltas y vueltas hasta lo alto, mi hijo delante y yo siguiendo sus pasos en silencio. Allí estuvimos unos minutos sumidos en la profunda oscuridad y no se oía ni el cri cri de un grillo. Y de pronto, mi hijo se puso a hablar, a contarme una historia de “la gente de piedra”, que es como él llama a las estatuas. Después de ver hace meses la película Raya y el último dragón, tiene la teoría de que cada estatua de piedra fue antes una persona que los Druun, extrañas criaturas malignas, dejaron petrificada para siempre. Y se inventa una vida para cada una de esas estatuas.
Escribió Carmen Martín Gaite que la relación entre nosotros y nuestros hijos debe ser un intercambio vivo de pensamientos y sentimientos, y que debe tener, además, profundas zonas de silencio donde cada uno pueda seguir su propio hilo de pensamiento, un justo equilibrio entre silencio y palabras, algo así es la intimidad con los hijos. Algo así ha sido nuestro verano.
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