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El Estado vuelve a Telefónica por Navidad

Oficinas cenrrales de Telefónica.

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El Estado español, que no el Gobierno, ha tomado una decisión trascendental sobre el futuro de Telefónica, la multinacional española por excelencia, al anunciar la compra a través de la SEPI del 10% del capital, y junto a BBVA y Caixa, asegurar más del 20% del total en manos nacionales. 

Las razones esgrimidas tienen una doble vertiente. Por un lado, blindar el Consejo y el accionariado, evitando posibles compras foráneas que pudieran dañar el objetivo estratégico de la compañía, y por otro, poder hacer política industrial con mayúsculas, después de años de olvido de esta potente arma de política económica.   

Las reacciones, como siempre, han sido variadas, aunque ninguna se ha centrado en el núcleo del problema, que es el fracaso de las políticas de privatizaciones masivas sin criterio que llevaron a cabo, primero los gobiernos de Felipe González, y después la orgia vendedora de los sucesivos gobiernos de Aznar. Bajo el mandato de este último, su variada agenda de amigos del Pilar acabaron llevándose pingües beneficios, sin que la gestión estratégica fuese tenida en cuenta. 

El gran problema, por tanto, no es si Pedro Sánchez es más o menos intervencionista, como si ello fuese un pecado, sino que España hace tiempo que dejó de tener política industrial en sectores clave, como las telecomunicaciones, energía, banca, o materias primas esenciales. Esto nos ha transformado en un país de servicios, con bajo valor añadido, lleno de rentistas con ínsulas de grandes empresarios, una pobreza formativa notable y una bajísima densidad de producción industrial de calidad. 

El abandono de las políticas públicas en el campo industrial ha estado alentado por los hooligans de la máxima del capitalismo pseudo moderno, aquella maldita frase que proclama que el único objetivo de una empresa es la maximización del valor del accionista. Esta estupidez, ya solo jaleada por los anarcoliberales en España, y repudiada hasta por el presidente de Black Rock, es lo que, además, llena de sentido la toma de posición del Estado en Telefónica, y esperemos que en otros sectores estratégicos.

La maximización del valor del accionista es lo que provoca que haya zonas enteras en España sin fibra, y que un conjunto muy elevado de ciudadanos tenga serias dificultades de comunicación básica. Lo mismo ocurre con la banca, que ha perdido todo sentido de servicio público, abandonando y vejando a los colectivos más vulnerables, como los mayores, en aras de poder repartir dividendos a sus accionistas. Cualquier elemento que perturbe el comportamiento en bolsa, como el gasto no productivo de satisfacer la demanda básica de comunicaciones o banca, es rechazada por los CEOS de estas compañías. Esta anomalía se deja notar en la elevada rotación de los primeros ejecutivos de este tipo de compañías que cobran, en esencia, por mantener al alza el valor de la acción, sin importarles si el servicios es bueno o no. 

El posicionamiento público debe cumplir, por tanto, la premisa de ser un contrapeso a la desidia de estas multinacionales para con los servicios esenciales, ya que ahora el Estado no busca maximizar el dividendo, sino garantizar que la política industrial revierta sobre la totalidad de la población. Además, y dado que Telefónica también es líder en materia de Defensa o innovación, los efectos desbordamiento (spill over) también regarán a la colectividad, lo que redundará en un mayor beneficio social, no solo estrictamente financiero como hasta ahora. 

Un elemento adicional que justifica la buena notica es que España se une al club de los grandes países europeos que han blindado el accionariado de sus telecos con presencia pública. Francia, Italia y Alemania así lo tienen estructurado, sin que las opiniones públicas o la prensa seria acuse de despotismo o intervencionista malvado a los sucesivos primeros Ministros que lo llevaron a cabo y lo mantuvieron. Como siempre, España y su amalgama de economistas de la corte han disparado su artillería contra el ejecutivo de Pedro Sánchez sin cuestionar, eso sí, que este movimiento imposibilita la toma de control, por ejemplo, de Telefónica por parte del capital saudí. 

Lo que queda por hacer, a partir de ahora, es diseñar una estrategia de política industrial moderna desde el sector público que garantice prestaciones básicas universales y que sirva de palanca inversora para que el capital privado, pero también público, pueda acometer las inversiones reales, que no financieras, que nos devuelvan a nuestra posición en el ranking industrial que otrora tuvimos. Deberíamos volver a tener banca pública industrial, empresas público-privadas que acometan proyectos de construcción de vivienda social y asequible, y por supuesto empresas energéticas que garanticen servicios universales  básicos, aunque se perjudique a los pobres accionistas. 

Esperemos que este despertar renacionalizador del pérfido Pedro Sánchez no se detenga aquí y logre aunar a las fuerzas políticas, económicas y sociales de este país para lograr un gran pacto por la industria, cuyas palancas básicas deberían ser participaciones públicas en sectores estratégicos y, sobre todo, un sector financiero publico especifico, moderno y funcional al servicio de la productividad y la innovación. 

Lo que no se debe hacer, y ese es el miedo de muchos, es que este giro sea aprovechado para colocar en los Consejos de Administración de estas grandes empresas a los sobrantes y cesantes políticos, con escasas luces. La triste experiencia de Javier de Paz en Telefónica es un ejemplo de lo que nunca se debe hacer. No hay que olvidar que las grandes multinacionales españolas alojan a muchos de estos cesantes, y también cónyuges, a sabiendas que es una inversión para luego influir en las decisiones de los ejecutivos de turno. Pongamos freno a esta mala praxis, porque, si no, el descrédito de la operación nos arrastrará a todos los que la defendemos. 

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