Wilfredo el piloso
Esta semana, medios y mentes bien pensantes, especialmente de la capital del Estado, siempre preocupados de que la deriva autonómica y los desvaríos nacionalistas alejen a España de su unidad de destino en lo universal, han recogido con alarma un informe de la Asociación de editores de libros de textos y material de enseñanza (El libro educativo en España curso 2019-20, ANELE) donde, según informaban, se denunciaban las presiones y demandas irracionales de las autoridades educativas de todas las autonomías. Se aportan, como pruebas de cargo, chuscos sucesos sobre las instrucciones recibidas para no hablar de ríos en Canarias, porque no hay, o para hablar de reino “catalano-aragonés” o rebautizar a Wilfredo “el piloso”. También se denuncia que han de cumplir mas de mil normativas diferentes publicadas en la ultima década y publicar más de 51.000 libros, sólo este año, para atender las diferencias de currículo autonómico.
Alarmado, como padre y miembro de la comunidad educativa, corrí a hacerme con un ejemplar de dicho informe; algo que claramente no han hecho muchos de cuantos más y mejor se han indignado. La primera sorpresa consiste en comprobar que, a lo largo de sus treinta y ocho paginas, no consta ninguno de los casos de presiones denunciados y que ANELE ha empleado para colocar su mensaje en los medios. Si esperan encontrar un amplio surtido de desvaríos nacionalistas y alucinaciones localistas, impuestos al mejor estilo mafioso, se van a llevar una enorme decepción.
La única aportación respeto a las desigualdades curriculares entre comunidades es un confuso cuadro comparativo sobre Ciencias naturales, que ni siquiera incluye a todas las autonomías, y donde sólo queda claro que varía el curso donde se imparten los contenidos, pero todas dan las mismas ciencias naturales básicas. Poca evidencia para tanta denuncia.
Respecto a la supuesta jungla normativa, se habla de más de mil normas que afectan “directa o indirectamente” a la edición de libros. Ni una palabra sobre qué criterios se emplean para distinguir tales efectos, o del contenido de las normas y sus variaciones. Ni un ejemplo tampoco sobre las gravosas diferencias que supuestamente imponen a los esforzados editores. Seguramente porque la mayoría de tales normas responden a criterios y baremos generales comunes, matizados por las necesidades especificas y estándares de calidad de cada comunidad; como debe ser, que para eso pagan.
En realidad, el informe dedica la mayor parte de su contenido y sus mejores esfuerzos a explicarnos lo bien que lo hacen todo los editores, quejarse de las pocas ayudas públicas que reciben para asegurar sus beneficios, a pesar de los múltiples programas de ayudas para libros de texto, lamentarse de lo caro que les sale tener que editar y actualizar regularmente aquello que le exigen los clientes que les pagan religiosamente y tratar de justificar que, durante los años más duros de la crisis, fue cuando más subieron los precios de los libros de texto.
La conclusión a la que llegan resulta obvia: lo ideal sería volver a un sistema centralizado donde, editando unos cuantos manuales con una obsolescencia programada mayor, se puedan facturar más millones de ejemplares a un coste significativamente menor. Algo sin duda muy bueno para los editores, pero que poco o nada tiene que ver con las necesidades de una educación moderna en un país plural. Pero como no pueden decir simplemente que es bueno para el negocio, nos cuentan lo de los ríos y lo de Wilfredo el Piloso, que se vende mejor y no hay que dar explicaciones; sólo chascarrillos e indignación.