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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González
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Acabemos con la RAE

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«Se ha gastado tanto el lenguaje, que pronto no tendrá sentido el nombre de las cosas». El visionario que escribió esto (Vázquez Montalbán) no vivió para ver hecha realidad su profecía. Hoy ya es una realidad, pero con una particularidad que no advirtió el autor: el nombre de las cosas se ha pervertido hasta extremos inimaginables hasta hace pocos años, no sólo por el abuso en su utilización. A esta causa hay que añadir la de su privatización y el uso intencionado que quienes se han apropiado de las palabras, llevan a cabo en su propio beneficio. Desde que González y Aznar iniciaran el desmembramiento del Estado poniendo a disposición del capital privado las mejores y más prósperas empresas estatales (despedazamiento mucho más grave y de consecuencias más perversas que las que ambos denuncian con ocasión de la posible amnistía, ya que ahora son capitales extranjeros los que gobiernan dichas empresas sin que se les oiga hablar de la consiguiente pérdida de soberanía), no se había visto otro proceso privatizador de tal magnitud. Los partidos de la derecha, los medios que los alientan, sus tertulianos a sueldo, y los acólitos que llenan las redes con sus consignas, se han hecho amos de un sinfín de palabras dándoles el significado que más cuadra con sus intereses, aunque no tenga nada que ver con el originario.

Libertad (libertad para elegir como gustan decir) ya no es la facultad del hombre para obrar, o no, de una manera u otra. Es la capacidad de hacer o decir lo que me de la real gana, pero eligiendo entre el catálogo de opciones que ellos te ofrecen. Así, si pretendes elegir libremente ver una representación en catalán / valenciano de la Mostra de Pallassos de Xirivella, no podrás porque se han prohibido, sólo se representan en castellano. Si pretendes ejercer el derecho de crítica, que no sea a personas, instituciones o costumbres determinadas, que pasarás de ser una persona libre a ser delincuente.

Ideología (ideológico/a) Es el modo con el que se desprestigian determinadas actividades, formas expresivas, o incluso programas educativos, por responder a un ideario diferente al de quienes así los califican. Lo hacen como si los descalificadores no tuviesen ideología, aunque la disfracen de reivindicar “lo normal”, “lo natural” sin aditamentos extraños, lo que no es más que la más genuina expresión de reaccionarismo.

Política (politizado/a) Se utiliza para el mismo propósito que la anterior, y para las mismas situaciones, sólo que aquí la gravedad es mayor ya que quienes la suelen utilizar en sentido peyorativo son integrantes de partidos políticos cuya función no es la de llevar flores a María precisamente. El origen de esta perversa acepción se encuentra en la frase “Haga usted como yo, que no me meto en política” que se dice lanzó Franco a Pemán, y con este uso no hacen más que honrar a su idolatrado ideólogo, intentando desprestigiar el ejercicio de la gestión pública, siempre que no sean ellos quienes lo hagan.

Basten estos ejemplos de una larga serie de malos usos que sólo buscan desprestigiar al enemigo (la militarización del lenguaje merece comentario aparte) con el loable objetivo de destruirlo. Al adversario se le discute, al enemigo se le mata para que, una vez desaparecido, deje el terreno el espacio libre para su ocupación.

Desgraciadamente la privatización del léxico en beneficio propio no la produce únicamente el ejercicio de la política. En el terreno de lo económico es recurrente el uso y abuso de la sostenibilidad y lo sostenible, llegando a extremos tan absurdos como la imposición de tal etiqueta a productos bancarios, o combustibles fósiles, por ejemplo. Todo sea por vender más aunque la propuesta resulte tan falsa como la corbata verde del Presidente de Iberdrola.

Y en otro terreno, ¿qué decir de las expediciones de militares armados hasta los dientes bautizadas como misiones humanitarias? O los crímenes de guerra cometidos contra civiles indefensos definidos como legítima defensa.

A la vista de que el catálogo puede alargarse más allá de los límites de la imaginación, y teniendo en cuenta la extensa nómina de personal dedicado a imponer nuevos usos a las palabras, ¿para qué necesitamos la RAE? Propongamos a los poderes públicos que la disuelva y se ahorre un pellizco del presupuesto. Su función de fijar el lenguaje es hoy irrelevante ante la avalancha de asesores, expertos en comunicación y meros aficionados dedicados a deshacer lo que con tanta paciencia llevan a cabo.

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