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Alergia autodiagnosticada

Teatro Auditorio de Cuenca

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Que la cultura es esencial para el desarrollo de los individuos y de la sociedad en conjunto es una verdad atemporal. Que debe ser protegida e incentivada también. Pero cuando llega el momento de ponerse manos a la obra y de embarrarse por el sector -pues necesita ayuda y no poca-, parece que todo el mundo abandona la sala y solo quedan sillas vacías. Desde el comienzo de las primeras sociedades asentadas y la fundación de urbes consolidadas (e incluso numerosos historiadores debaten que mucho antes), la cultura ha formado parte de la expresión colectiva del ser humano. Es inevitable practicarla y natural amarla, pues es intrínseca a cada uno de nosotros. Sin embargo, ¿por qué, siendo parte de nuestra naturaleza, parecemos despreciarla tanto? Y, sobre todo, ¿qué nos hace quitarle importancia y espacios de debate día tras día? 

La relación entre la cultura española y los ciudadanos que la disfrutan es complicada. Parecemos cuidarla y disfrutarla cuando la necesitamos de verdad. Ejemplo de ello ha sido la larga primavera que hemos pasado confinados y que hubiera sido verdaderamente difícil de llevar (aún más si cabe) sin la ayuda de la música, la lectura, el cine o el arte, por citar tan solo algunos ejemplos de las manifestaciones culturales que nos han servido para evadirnos y relajarnos en un momento tan arduo como extraño. Quizá la palabra para definir el trato de los españoles a la cultura no es complicada, de hecho, debería ser más sana y fácil de lo que pensamos. Quizá el término adecuado sea oportunista. Corremos hacia ella cuando más la necesitamos, sedientos de un elixir que nos calme el mono y nos mime un rato, para después acabar repudiándola cuando se acerca más de la cuenta. 

Un ejemplo concreto de esta alergia autodiagnosticada es el recorte de horas lectivas del currículo escolar, e incluso eliminación completa, de las asignaturas menos valoradas dentro de la educación de nuestros jóvenes, como son filosofía o música. O también, el sistema de castas educativas que parecemos haber creado en los últimos años, valorando mucho más socialmente carreras de ciencias e ingenierías, sobre aquellas de humanidades o artes. Ni que decir tiene que las opciones de Formación Profesional conforman el escalafón de parias. Aquí huele a rancio.  

Ya nos lo mostraron profesionales del sector cargados de baúles en manifestaciones por todos los rincones del país, respetando las medidas sanitarias de distanciamiento social y uso de mascarilla (reglas que, por cierto, parecieron olvidar los de las caceroladas en Salamanca). También quisieron recordar la precariedad y falta de medios que vive el sector tiñendo de rojo sus redes sociales, en señal de una cultura segura y viva. Nos invitan a seguir yendo al cine y a disfrutar de museos y obras de teatro durante esta nueva normalidad, así como a perder el miedo a hacer planes que involucren cultura. Sin embargo, parecemos no oír todo esto. O no querer escucharlo. La cultura y todos aquellos que se dedican a ella llaman al teléfono porque necesitan ayuda y nosotros siempre parecemos tenerlo apagado. Entonces, antes de preguntarnos cuál es la solución a este problema, debemos ser conscientes de él. ¿Qué está ocurriendo en el mundo de la cultura? Es muy sencillo: un sector ya machacado social y económicamente, además de relegado como último de la fila en cuanto a prioridades políticas, está viviendo un momento de incertidumbre y pánico debido a la crisis sanitaria sin precedentes que vivimos en la actualidad. Las ayudas sociales no llegan y los artistas se encuentran desamparados.  

Quiero pensar que de nada valen los intentos de todos aquellos que defienden que la individualidad no funciona. Que la acción de cada ciudadano no sirve o no consigue hablar en voz alta. Sí lo hace. Pasando por temas como comportamiento individual ante situaciones de bullying, ecología o protesta social. No crean que pretendo caer en peligrosos populismos como “tú tienes el poder” o preceptos budistas un tanto utópicos como “el cambio está en ti mismo”. Sin embargo, creo firmemente en la capacidad de cada uno de nosotros de remover y concienciar, para luego pasar a un plano colectivo y desarrollar una acción conjunta con objetivos que nos benefician a todos. Por tanto, debemos reaccionar cuando alguien ataca, ya sea directa o indirectamente a los artistas. No vale callarse, o practicarlo en la intimidad. Es necesaria una defensa activa, pública y sin censura de la cultura. La vida del sector depende de ello. Es necesario dejar de escudarnos tras evasivas improvisadas sobre reputación entre carreras, aparcar debates absurdos sobre apropiación cultural o conflictos entre artistas y, en definitiva, olvidar ese salvavidas desesperante que anula cualquier capacidad de cambio productivo que dice algo parecido a “eso no va conmigo”. Es preciso fomentar regalos como libros o discos, alentar y apoyar a jóvenes ilusionados si su vocación es cursar Historia del Arte o priorizar salidas escolares al teatro o a conciertos. Dar voz a artistas emprendedores, apoyar a los pequeños comercios o contribuir económicamente en eventos y proyectos culturales se hace esencial para apoyar a un sector que siempre ha demostrado cuidarnos de vuelta. Si no reaccionamos a tiempo y nos lavamos las manos una vez más, puede que terminemos 2020 con otro azote más si cabe: una cultura lesionada y resentida que calentará banquillo sin poder ayudar en el partido.

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