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Tengo un amigo que no vota

José Asensio Ramírez

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Se la suda, pasa, se la pela. Eso me dice. Intento convencerle de la necesidad de ir a votar el día 23 de julio, que están en juego muchas cosas, la democracia misma. Me mira incrédulo, cerrándose en su mundo, levantando los hombros en otra señal inequívoca de indiferencia. No va con él. No le he escuchado nunca decir que aquello de que “todos los políticos son iguales”, pero sí que la política es un circo. Él dice que es consecuente, que el hecho de no participar es como una manera de protestar, de visualizar su malestar con todo lo que envuelve a este mundillo tan esperpéntico la mayoría de las veces. Soy incapaz de rendirme. Le repito que hay un peligro real de involución en todos los ámbitos, de retroceso en derechos que han costado mucho conseguir. Que vote, por favor, por esas personas que han luchado durante décadas para obtener la dignidad de la que carecían, para poder cobrar un poco más cada mes. Y le hablo de violencia de género, de señalamiento a colectivos LGTBI, de la censura que ya ha comenzado en pueblos y ciudades, de la negación del cambio climático, de la paralización de las exhumaciones de los asesinados por el franquismo.

Y sonríe de manera cínica, me parece apreciar; y me mira indolente, sin entender mi angustia, levantando de nuevo esos hombros con una crueldad que se me clava en el alma. Y sigo. No puedo parar. Le espeto a que me explique por qué es tan insensible, por qué no responde, por qué permanece impasible a todo lo que le digo, a la preocupante ascensión de la extrema derecha en España y en Europa, a los discursos del odio a los más vulnerables, a las privatizaciones en la enseñanza pública y en la sanidad, a los crecientes bulos y mentiras que se expanden sin control, a la prensa que ya, sin desfachatez, se vende al mejor postor, al que le da de comer.

Y me detengo porque mi amigo hace una mueca que interpreto como de hastío. Quizás no vale la pena gastar más energía. Siempre había creído en el poder de la palabra, de la plática sosegada, con argumentaciones elaboradas, en ese poder que da también el respeto. Pero me encuentro ante un muro, un silencio alarmante. No puedo evitarlo: por silencios como el tuyo triunfó el nazismo en Alemania.

Ya en calma analizo la situación. Ese joven ha vivido siempre entre algodones. No ha padecido nada. Vive en casa de sus padres rondando ya los cuarenta años. No tiene pareja estable. Disfruta de una buena situación económica, pero no se considera ni de derechas ni de izquierdas. Concuerda más con el típico vividor, el bon vivant francés, despreocupado de las problemáticas más cercanas o las más lejanas. ¿Anarquista? No lo tengo claro. De hecho, no tendrá problemas para acceder a una vivienda, ni para ir al médico. Sus padres le han facilitado un seguro privado. Poco o nada le importa el futuro. Vive el presente. ¿Un egoísta más? No lo sé. Forma parte de esa importante bolsa de jóvenes a la que se lo han dado todo hecho, que no ha tenido que mover un dedo para alcanzar los objetivos que se había propuesto.

Vuelvo a tropezar con él unos días después. No puedo callarme. Le explico que conozco a dos amigos que trabajan para que no perdamos lo que estamos ganando a pulso. Los dos tienen menos de treinta años. Uno de ellos se dedica a recuperar los restos de represaliados por el franquismo y que yacen de manera ignominiosa en cualquier cuneta; el otro empezó a tomar conciencia de la importancia de implicarse en movimientos sociales a partir del 15-M.

Y vuelvo a las andadas. Hay mucho que perder. Hay que votar, aunque no pertenezcas a ningún colectivo que pueda resultar afectado por esa extrema derecha tan peligrosa. Hay que votar por solidaridad, porque te puede tocar a ti en algún momento, por tus familiares que siguen enterrados en la desmemoria. Por fin habla. Yo no tengo a nadie enterrado en ninguna cuneta. Eres un exagerado. No va a pasar nada porque nunca pasa nada. Laissez faire, laissez passer, me dice. Lo que tenga que venir, que venga. Y oyéndolo, me convenzo a mí mismo que hay que seguir convenciendo a la gente para que vaya a votar. No queda tiempo.

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