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De compromisos y protocolos

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Es complicado que ante inviolabilidades, inmunidades e irresponsabilidades, derechos de sucesión, genuflexiones y otras zarandajas protocolarias y jurídicas-constitucionales, pues que se sienta apego a la institución monárquica. Porque entre otros matices, así a vuela pluma, sus derechos han sido cincelados en los talleres de la dictadura franquista.

La transición supuso el blanqueo de una institución, la monarquía, que nos llegó por decreto de un dictador y se visualizó en el entones Rey la responsabilidad y el protagonismo de conducir al pueblo español desde la dictadura a la democracia, la historia revisara este protagonismo, es cierto que calmó, dada su procedencia, a la derecha montaraz predominante de la época y sirvió de bálsamo y vaselina ante la avalancha judeo-masónica y progresista que se avecinaba tras la muerte en la cama del dictador. No hubo claveles revolucionarios ni se exigieron responsabilidades, lo más revolucionario fue la peluca de Carrillo. Pero todos, yo también, fuimos coparticipes de este blanqueo. La euforia por la muerte del dictador extendió una espesa cortina sobre la sociedad española e hizo que cualquier mirada crítica quedara adormecida en las bambalinas de ese periodo en que la democracia volvía después de cuarenta años y no era para menos.

Pasaron los años y con ellos las intentonas golpistas y confabulaciones como la llamada Operación Galaxia que terminaron en el fallido golpe de Estado del 23F. Las dudas sobre la casa del Rey, en cuanto al conocimiento de los preparativos del golpe, cada vez cobra más viso de ser cierta y las posteriores actuaciones, de dudosa honorabilidad, del emérito, no hacen más que acrecentar la posibilidad de las mismas.

Pero la institución continúa por mandato constitucional, las causas contra el emérito, que sigue siendo institución, se sobreseen, otro gris sobre blanco más, y Abu Dabi es el Paris de su tatarabuela Isabel II, la Roma de su bisabuelo Alfonso XIII o el Estoril portugués de su padre el Conde de Barcelona, destierros y exilios ya habituales de la dinastía borbónica española.

Debe ser complicado con este historial sentir apego por la monarquía, más allá del respeto a la Constitución como herramienta democrática y dónde se recoge en su artículo uno punto tres que: La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria.

Escaso bagaje, sin que ello quiera decir que como demócrata haya que aceptarlo, hasta en tanto no se modifique este apartado constitucional. No obstante la relevancia o el protagonismo al nuevo monarca ya no se le supone en cuánto artífice de un proceso transitorio hacía la democracia, como ocurrió con el emérito, por lo tanto en la actualidad la institución monárquica tendrá que reinventarse y ganarse el apoyo de los ciudadanos, demostrando que es una institución útil a los intereses del país, con contenido más allá del puramente protocolario, cumpliendo con las obligaciones de arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones, tal como se recoge en la misma constitución que regula sus derechos. Responsabilidad, según mi humilde saber y entender, que el actual monarca está ejerciendo sin demasiada firmeza, en base a la radicalización que se traslada al ciudadano desde los parlamentos tanto nacional como autonómicos.

Instalados en un proceso paulatino de radicalización sociopolítica, implementado por los condicionantes de salud como la pandemia del COVID 19, las fluctuaciones económica financiera, la polarización de la geopolítica con la aparición de nuevos bloques o la guerra comercial por los avances tecnológicos. Este país no puede permitirse que desde la Jefatura del Estado no se aprecie ningún gesto y se traslade a los ciudadanos esa sensación de dejadez en cuánto arbitro y moderador de las instituciones. Este país necesita líderes modernos, firmes y capaces e instituciones agiles y desprenderse de los anacronismo y corsés de principio de los años veinte. La Jefatura del Estado es una de esas instituciones que está pidiendo reciclarse para conducir este país, con garantías, por un tiempo de cambios que no admite pasos atrás.

El discurso real de estas navidades ha sido una oportunidad pérdida para haber sintonizado con los ciudadanos y sin embargo la opinión generalizada es que ha sido un discurso vacuo, sin contenido y enmarcado en la obligación institucional y protocolaria y no en la responsabilidad ante un país que demanda de la institución monárquica un mayor compromiso con los problemas de los ciudadanos y una mayor implicación en normalizar el azaroso camino por el que están transitando las instituciones.

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