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Que algún otro dios venga a socorreros

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Antes de que sea demasiado tarde, aunque uno sospeche que siempre haya sido muy tarde para una especie, como la especie humana, con vocación de autoliquidarse desde el tiempo en que la quijada de un asno pudo ser el arma más mortífera, más arrojadiza, capaz de acercar la enemistad a la santa ira recogida en el Libro de los libros, en la Biblia, y en el resto de las historias y leyendas que trataron de explicar lo inexplicable por abyecto e infame.

Siempre sobre regueros de sangre y odio, hasta nuestros días, en los que el espectáculo de los focos que arden contra la convivencia, parecería que imposible de alcanzar, solo hacen que incendiarla con saña, con maldad, con absoluta impunidad y con un cierto regusto a saberse que todo podrá ir a peor.

Porque los dioses actuales solo son coartadas, títeres, en nombre de los cuales está permitiéndose que las matanzas de unos contra otros vayan normalizándose como un modo de vida, ya viejo, ya reconocible, ya insoportable, ya indoloro para millones y millones que solo piden sitio para seguir hozando en el carajal del actualísimo neoliberalismo que hace más ricos a los más espabilados y miserables de cada tribu, a merced de su vesania para seguir encontrando raquítico placer, efímero e intenso, en nombre de sentirse esclavo sin haber caído en la certeza de que el yugo lo llevamos todos nosotros bajo el peso del espectáculo dantesco que nos va devorando a todos.

A pesar del rasgo de inhumanidad variopinta e inclemente, una vez que, ya no es que se haya blanqueado, es que se ha encalado y lucido, la muerte y el odio, en trincheras olvidadas, en Ucrania, en Sudán, bajo escombros, sobre playas, en las aceras del mundo gran civilizado que es capaz de soportar sin inmutarse un reguero infinito de excluidos del sistema, de excluidos del “amor infecto de tanto dios domesticado”, en nombre del sálvese quien pueda.

Como si algo hubiera cambiado un ápice desde el mismo umbral del origen de todos nosotros y el de nuestros mayores, herederos del más miserable de los enconos, cuando la especie humana fue capaz de aprender a matar al vecino, al adversario, al enemigo… por ser pobre, por ser frágil, por ser mujer, por ser extranjero, por ser justo, por ser una gota ínfima en medio del arenal sobre el que se instaló, y aún permanece, la capacidad de hacerse el mayor daño posible, para pasar del “amaos los unos a los otros” al odiaos los unos a los otros… sin tregua.

Bajo el espejismo de que hoy seguimos siendo “mejores que ayer”, una vez que el desánimo puede que haya abierto fractura abierta, sobre tantos niño reventado bajo las bombas que llaman…“inteligentes”, por ejemplo.

Cuando ya hemos decidido no recordar, de cabeza a un futuro más insolidario, más desigual, más sujeto y esclavizado… en nombre de esa libertad e igualdad que vocean y jalean los dueños de…¡la selva!

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