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El futuro ha llegado y no huele a boñiga de caballo

Un coche de caballos en la Puerta del Sol en 1890

Susana Vallejo

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“-¿A dónde iremos a parar, caballero, si los coches tirados por caballos desaparecen? Mi cuñado tiene un negocio de cría de animales de carga. ¿Qué será de él y de su familia, si las mulas, los asnos, los caballos... son reemplazados por esas máquinas infernales, esos modernos automóviles que empiezan a invadir nuestros pueblos y ciudades?

-Mire usted, alguna ventaja tendrán. Probablemente nuestras calles estarían más limpias, ¡olerían mejor! Nunca más volvería usted a manchar sus botines pisando por descuido una boñiga de caballo.

-El primo de mi cuñado se dedica a recoger los excrementos de las bestias. Él también perdería su trabajo...“.

Hace poco más de un siglo podría haberse desarrollado una conversación semejante a esta. Confieso que me encanta observar las antiguas fotografías de nuestras ciudades. Hace ciento y pico años, los coches de caballos, los carros y las carretas atravesaban una Puerta del Sol en la que no había semáforos ni pasos de cebra, ¡ni falta que hacían! Los transeúntes esquivaban los carruajes y corrían apresurados hacia un futuro que, fuera el que fuese, no evitó que hoy, más de cien años después, estén todos ellos muertos y olvidados. Corrían hacia la muerte, como corremos nosotros, pero ellos lo hacían sobre vehículos de tracción animal, rodeados por un tufo a excrementos y acompañados por el sonido de los relinchos y de los cascos de los animales sobre la piedra de los adoquines, la arena y el barro. Porque nuestras ciudades antes eran así: olían a boñiga, a animales, a polvo.

Y poco a poco, los automóviles (de vapor primero y gasolina después) fueron haciéndose un sitio, hasta desplazar por completo a esos caballos, mulos y burros; para acabar convirtiéndose en los amos y señores de nuestras ciudades. Hasta el punto de expulsarnos de las calles a los peatones, que hemos tenido que acabar refugiados en estrechas aceras y parapetados y protegidos por un complejo sistema de señales, pasos de cebra y semáforos.

Y ahora, por estas cosas del cambio climático, los automóviles movidos por derivados del petróleo han sido condenados por nuestro Gobierno a desaparecer en unos 30 años. Tiempo suficiente, según ellos, para que la industria se prepare. ¡Como si no lo supieran antes! Porque vengo oyendo desde hace otros 30 años que los combustibles fósiles acabarían agotándose y que tendríamos que buscar otro tipo de energía.

Y ya sea porque hemos de combatir el cambio climático o porque no quede petróleo por explotar, a mí me da por pensar que, casi sin darnos cuenta, los coches de toda la vida ya están empezando a desaparecer y están siendo reemplazados por vehículos eléctricos. Y  cuando cada mañana voy a trabajar, veo por las calles patinetes y bicis eléctricos, skates y segways y hoverboards, y me hace gracia imaginar un futuro no muy lejano en el que nuestras ciudades serán SILENCIOSAS. Y entonces tendremos que mirar muy bien antes de cruzar un paso de cebra, porque ya no se oirá el ruido de un motor para advertirnos que se acerca un coche.

Y, claro, con la gasolina también desaparecerán los olores tan propios de nuestras ciudades. ¿Os imagináis vivir en una ciudad sin humos? Una en la que se pueda respirar aire puro, casi como en el campo. ¿Y cómo será vivir en una ciudad silenciosa? Sin ese runrún constante de los motores. ¿Cómo será oír tan solo el suave deslizar de las ruedas sobre el asfalto? Parece increíble, ¿verdad? A lo mejor nos parece tan increíble, como a los señores de antaño pensar en una ciudad sin boñigas de caballo.

Pero vayamos un paso más allá. Puestos a imaginar, imaginemos la Puerta del Sol plagada de vehículos silenciosos: coches, sí, pero también pequeños patinetes o segways, y los peatones cruzando por cualquier sitio, dueños de nuevo del asfalto. Porque ¡no harán falta tampoco pasos de cebra, ni semáforos, ni señales! Por no hacer falta, no harán falta ni siquiera conductores; porque cada vehículo irá equipado con un sistema que evite que unos vehículos se choquen con otros, y podrán detectar a los peatones de forma automática. Entonces, quizás, podremos volver a ocupar las calzadas como hace más de cien años.

Y ese futuro está llegando. Está a la vuelta de la esquina, ahora que el Gobierno le ha puesto una fecha: 2050. Y yo quiero vivir en esas ciudades silenciosas, rodeadas de un aire casi puro, sin semáforos ni señales. Y cuando escucho a todos esos que se quejan de la prohibición y defienden la pervivencia de los vehículos de combustibles fósiles no puedo evitar pensar en esos señores de hace más de un siglo defendiendo a los caballos y los mulos y a los asnos y ¡a sus boñigas y sus cacas! Y también me imagino a alguien dentro de cien años mirando una foto de nuestras ciudades de hoy y pensando cómo era posible que respirásemos una capa de contaminación que nos causaba enfermedades e incluso la muerte, cómo éramos capaces de conducir vehículos tan primitivos que dejaban las decisiones de frenar o acelerar en los propios conductores y en sus reflejos, cómo teníamos, desde pequeñitos, que aprender a pararnos ante una luz roja para que no nos matase una máquina…

No, me parece que yo no echaré de menos nuestras boñigas de caballos.

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