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Jirones de patriotismo

El PP de Madrid lanza una campaña para poner banderas en los balcones el 12-O

Joseba García

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Un buen día se levantó ufano, henchido de españolidad, y decidió que un sentimiento tan grande no podía guardárselo para él solo, que algo tan hermoso como el amor a la patria que le vio desconcharse las rodillas en sus rudos suelos mientras practicaba el aprendizaje para caminar erguido no debía quedar alojado en su pecho en régimen de exclusividad. Así pues, de buena mañana, se duchó y se dirigió al establecimiento correspondiente, donde, con mirada límpida y pecho inflamado, increpó al dependiente: deme una bandera de España.

No esperaba la reacción del dependiente y se quedó un poco desconcertado ante la pregunta que surgió del otro lado del mostrador: ¿de qué tamaño? Esto le pilló con el pie cambiado y dijo lo primero que le surgió: pues de qué tamaño va a ser, tamaño balcón; y así inauguró una nueva medida que en breve formará parte del Museo de Pesas y Medidas de París. Si se ha impuesto el “campo de fútbol” como medida de extensión para grandes superficies, ¿por qué no se ha de imponer el “balcón” para las pequeñas?

Con su bandera doblada bajo el brazo, haciendo triángulos como siempre ha visto en los funerales de estado de las películas americanas, se encaminó a su casa y ahí empezaron las tribulaciones: ¿poner la bandera por fuera, expuesta a todas las inclemencias del tiempo y del paisanaje o por dentro? Si la ponía por dentro los barrotes del balcón parecerían las rejas que la confinaban y eso sí que no; definitivamente por fuera. Y ¿cómo sujetarla a tan ominosos barrotes?, ya que no era nada más que un trapo liso y sin ningún sistema de sujeción; ¿quizás debería agujerear ese símbolo de la patria?, parecía la única solución, dolorosa, pero la única. Ahora bien, ¿sería suficiente con dos agujeros en la parte superior o serían necesarios tres?; para evitar que se arrugase o se diese la vuelta ¿sería necesario perforar el trapo amado también por la parte inferior?

Y en estas dudas se le fue una semana, pero, finalmente, un buen día la bandera estaba puesta en su balcón. Ya podía estar tranquilo y su sentimiento patrio podía dormir a pierna suelta puesto que todos sus vecinos y transeúntes ocasionales conocían su amor a la patria. Se dejó mecer por las imágenes de otras banderas que había contemplado extasiado en algunas plazas públicas y pensó que ahora la suya reforzaba a las hermanas mayores y la placidez que sintió le impulsó a sacar brillo a la banderita que habitaba en el costado derecho de su mascarilla.

Pero…, el tiempo pasa, el agua corre por debajo de los puentes, los afanes diarios ocupan el tiempo, el agua también cae del cielo y luego sale el sol como lleva pasando desde hace millones de años; y, así, lo que ayer tenía un color puro con líneas definidas que separaban el rojo y el gualda, se fue desvaneciendo; a los perfectos cortes laterales les fueron saliendo hilillos y posteriormente jirones, resumiendo, que la tela se fue ajando por el discurrir habitual que tiene la vida y a nadie se lo ocurrió cambiarla.

El patriotismo incólume del principio se fue convirtiendo en un patriotismo de jirones, como de mentirijillas, y fue quedando atrás como esas amistades de los veranos de la infancia, tan intensamente vividas como prontamente olvidadas. Hoy la patria vive vejada en el balcón y todos los vecinos se han dado cuenta de que su amor solo era impostura y sienten pena de los jirones que cuelgan por los laterales del trapo desvaído.

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