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El principio de la fila

Niños yendo al colegio

David Gómez

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Ayer mi hija me preguntaba, entre lágrimas, por qué los niños son siempre los últimos de la fila. Su madre y yo le acabábamos de explicar, con el corazón en un puño, que después de seis meses sin ver a los amigos habíamos decidido que de momento ni ella ni su hermano iban a ir al colegio. No se daban las condiciones adecuadas. Aitana tiene casi diez años, y antes de que nos diese tiempo a armar una respuesta muy adulta y argumentada para desarmar su comentario añadió: “los niños no votamos, no vamos a los bares, no le importamos a nadie”, razones aplastantes, todas, sin duda. ¿Cómo explicar que fueron los primeros en tener que meterse en casa, que su mascota podía salir a pasear con papá o mamá pero no ellos y que el parque, después de tres meses cerrado, sólo se abrió para dar acceso al chiringuito?

Yo soy ingeniero y Eva, mi mujer, médico. Vivimos en una bonita casa en las afueras de nuestra ciudad, tenemos dos coches, una piscina, un perro, una Vespa y una interminable ristra de ONGs a las que, por una mezcla desequilibrada de pudor y compromiso, no dejamos de pagar religiosamente cada mes. Aitana y su hermano estudian en un colegio privado cerca de casa. Somos (de momento) el estereotipo perfecto de la familia de clase media acomodada, de esas que no tienen problemas para llegar a final de mes. Algunos amigos nos critican por ser de izquierdas, otros, los más indulgentes (todos ellos muy de derechas y muy patriotas, pero sin mucha afición por pagar impuestos) nos dicen que nos lo perdonan todo porque lo que tenemos lo hemos conseguido a base de esfuerzo. La mayoría de ellos, como nosotros, fueron también hace algún tiempo chavales de barrio, hijos de padres trabajadores, de los que sí tenían que hacer equilibrios para estirar el sueldo hasta el día de la paga.

Mis abuelos, uno campesino, el otro mecánico en una fábrica, fueron republicanos represaliados tras la guerra, olvidados por su país y condenados a malvivir para dar de comer a sus familias. Mi padre obrero y mi madre ama de casa, con poca formación, pero con el objetivo claro de hacer todo lo posible por que sus hijos tuviesen una vida mejor que la suya.

Aitana, mi hija, me hizo pensar que hubo un tiempo, no hace demasiado, en el que los niños de este país estábamos al principio de la fila, al menos así lo sentíamos. Este mismo país en el que vivimos hoy puso los medios suficientes para que los niños como yo pudiésemos competir con los hijos de otras familias con mayores recursos, si no en igualdad de condiciones al menos a una distancia suficiente para poder alcanzarlos.

Mis amigos (los indulgentes) se equivocan. Nada de nuestro esfuerzo ni el de nuestras familias hubiese servido de algo sin unos gobernantes y una sociedad comprometida con dotar de unos sistemas educativos y de salud suficientes para que los chavales de la clase trabajadora nacidos en los setenta, como yo, encontrásemos el camino de la ascensión social.

Nuestra generación recogió los frutos de la lucha y el empuje que forjó la generación de nuestros padres, pero nos focalizamos todos tanto en conseguir llegar a la meta que no reparamos en apreciar el camino que nos habían construido. Hemos dado tantas cosas por sentado, tantos derechos malentendidos como propios, que no hemos hecho el menor esfuerzo por conservarlos para nuestros hijos. Este es el gran error de nuestra generación, aunque tal vez, y sólo digo tal vez, estemos aún a tiempo de intentar repararlo, ¿seremos capaces de volver a empujarlos al principio de la fila?

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